Tocar fondo antes de la reanudación

Salvador Illa y Pere Aragonès en el Parlament.
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Éste no es un artículo sobre previsiones electorales. En primer lugar, y sobre todo, porque no soy capaz de intuir lo que ocurrirá el 12 de mayo. Pero, y en segundo lugar, para que pase lo que pase difícilmente se podrá salir de la ratonera autonómica en la que hemos vuelto a entrar desde las últimas elecciones. Según pequeñas variaciones, puede acabar aspirando a la presidencia Salvador Illa (del PSC) –con el apoyo de quienes ahora se lo niegan–; difícilmente puede pretenderla Pere Aragonès (de ERC) –esta vez no podrá contar con Junts– y, aún, podría ser candidato Carles Puigdemont... Con el improbable apoyo de nadie que no sea Junts. Los obstáculos para la gobernabilidad de Cataluña son previos y demasiado profundos para querer resolverlos a golpe de elecciones.

Por otra parte, el independentismo cívico también llegará a las elecciones de mayo en una profunda crisis y exhibiendo impotencia. El fracaso del intento de lista cívica del ANC, aunque le ha ahorrado el ridículo electoral, le deja sin capacidad de condicionar el voto. La propuesta Graupera-Ponsatí, en caso de conseguir los avales necesarios y obtener algún diputado, por lo que dicen, parece inimaginable que pudiera facilitar ninguna mayoría ni en Aragonès ni en Puigdemont. Y quedará por ver, aparte de otras propuestas extremas, quién será capaz de arañar algún voto del abstencionismo de febrero de 2022.

Por tanto, y más allá de los recuentos electorales y de la trascendencia interna que tengan por en cada formación política y sus liderazgos, en cuanto al futuro político de Cataluña, las elecciones del mes de mayo serán irrelevantes e incapaces de ofrecer ningún horizonte de futuro, ni a la añorada estabilidad para el unionismo, ni a la capacidad de ruptura con el Estado para el independentismo. Y en el terreno de los movimientos cívicos independentistas, será necesaria una profunda reflexión y reorganización a la vista del callejón sin salida actual, suma del desengaño, la desconfianza y, en algún caso, de un resentimiento que aún aspira a ajustar cuentas con la impotencia del Primero de Octubre.

En definitiva, la única virtud que veo en las elecciones del 12 de mayo es que avanzarán y harán visible que el independentismo, tal y como fue vivido y pensado en el periodo 2005-2017, y cómo se ha maldicido en el postreferéndum, ha tocado fondo. Que si quiere volver a ser una opción realista de futuro, se verá obligado a revisar relatos, estrategias y liderazgos. Y no sólo los de estos últimos veinte años, sino que sería bueno incorporar a la reflexión el análisis de las experiencias seminales que ya se habían empezado a expresar a finales del siglo pasado.

Se trata de un tocar fondo sin el cual, pienso, no es posible reanudación mínimamente realista. La épica de los años de movilización popular y la gran victoria cívica del referéndum del 1-O han incapacitado políticamente a quienes no han querido aceptar la derrota política –y también social– posterior. Y en una lógica perversa, estos son los mismos que se han visto abocados a desconsiderar la gravedad de la represión, a menospreciar el precio pagado por los encarcelamientos y el exilio o incluso a cantar a los indultos y la amnistía. Pascal Bruckner ya advertía que "el hipercriticismo desemboca en el odio hacia uno mismo, y sólo deja escombros detrás de él" (The Tiranny of Guilt, 2006).

La experiencia de estos seis años y medio desde el Primero de Octubre, y el panorama previsible después del 12 de mayo, debería ser suficiente para entender que estamos en otro momento de las aspiraciones independentistas, por no decir en otra época. En veinte años, la base social –y emocional– soberanista ha cambiado; el mapa político ya no es el del fracaso de la reforma del Estatut; los reposicionamientos de los partidos independentistas son desconcertantes; los liderazgos cívicos se han debilitado, los argumentos y las promesas se encuentran frente a escenarios globales más complejos e inciertos, y los horizontes de futuro se han alejado.

Antoni Rovira i Virgili, en Defensa de la democracia (1930), advertía sobre los optimistas ilusos. Escribía: “La ilusión esconde a menudo la carencia de fe. El optimista iluso no es mucho fiar. Tiene siempre por delante la amenaza de la desilusión. Y el golpe de la desilusión es terrible para estos temperamentos. El iluso de hoy es el desengañado de mañana. Un pueblo de ilusos o dirigido por ilusos tendría un trágico porvenir.” Y añadía: “Hay que saber obrar y trabajar y esperar, sin necesidad de las ilusiones mentirosas y absorbentes, que son drogas peligrosas. No debe ligarse la acción a promesas de éxito. Tiene que creer sin exigir milagros”. Desde mi punto de vista, éste debería ser también el punto de partida de un nuevo embate independentista.

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