Netanyahu y Trump este lunes en la Casa Blanca.
08/10/2025
Psicòloga especialista en victimologia
2 min

La visita de Netanyahu a Donald Trump –y, entre otros asuntos que han tratado, el impulso del Consejo Internacional por la Paz que el propio Trump presidiría– ha hecho que volvamos a hablar –por enésima vez– del talante del presidente estadounidense. Vemos, de primeras, cambios en su forma de liderar respecto al anterior mandato. Hace años que hablamos de su personalidad altamente compleja, pero vale la pena volver a hablar de ello ahora que se deja ver aún más que antes como líder.

La política exterior de Trump de esta legislatura no es solo una propuesta diplomática: es una escenificación que tiene el objetivo de conseguir que se lo lea como un hombre de estado global. El gran conflicto que protagoniza Trump no es entre estados, sino entre su imagen, la realidad y el deseo de quien quiere ser. Esto es clave para entender lo que está pasando con su segundo mandato. Se mezclan inseguridades, heridas narcisistas y delirios de grandeza. Se encuentra atrapado en un liderazgo marcado por una necesidad ingente de control (inseguridad), de validación externa (ser aceptado) y de logro del éxito público (ser reconocido). Sus actitudes contradictorias se mueven entre las promesas grandilocuentes que sigue haciendo y que lo conectan con su base electoral (porque muestra un elevado nivel de convicción en lo que dice), momentos de reacciones viscerales con ataques de impulsividad (declaraciones fuera de tono y tuits incendiarios) y una estrategia impostada y asesorada por su entorno que intenta que el presidente estadounidense adapte su discurso a los equilibrios y presiones internacionales. Esa amalgama de respuestas contrapuestas provoca que el personaje sea altamente desconcertante.

El psicólogo Bob Altemeyer señalaba que los líderes autoritarios no necesitan una ideología coherente, porque lo que buscan es mantener el control a través del miedo, la proyección de fuerza y la enemistad simbólica. Trump es ejemplo de ello. Y a esto hay que sumarle un claro narcisismo funcional. Según Paulhus y Williams (2002), el narcisismo forma parte de la triada oscura de la personalidad, junto con el maquiavelismo y la psicopatía subclínica. Una mezcla que desgraciadamente últimamente vemos en muchos líderes políticos (también en Trump). Todo ello genera mucha inestabilidad. Por ejemplo, en cuanto a sus propuestas de paz: hay una falta de autenticidad y consistencia entre lo que hace y lo que dice. Parece que son realmente gestos simbólicos de autoexaltación, por la necesidad de admiración, de reconocimiento (el deseo del premio Nobel de la paz), de ser percibido como salvador.

Y todo ello envuelto en una narrativa en la que él siempre gana, incluso cuando cede. Una estrategia comunicativa que tiene un objetivo: reafirmar su identidad y fidelizar a sus votantes. Como apunta Lakoff, los líderes populistas no argumentan: enmarcan los hechos dentro de una estructura emocional que refuerza el vínculo con el público. Si os fijáis, Trump no argumenta ni razona, dramatiza e impone una realidad alternativa. La suya.

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