Contra el turismo

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Un pegamento contra el turismo cerca del Parque Güell, en Barcelona.

Cuesta decir por qué detestamos tanto al turismo, una intuición mucho más fuerte en la piel que en el cerebro. Por suerte, en cada campaña electoral crece el deseo de racionalizar esa aversión. Sin ir más lejos, la excusa oficial para ir a elecciones son las discrepancias con el Hard Rock, que es un proyecto turístico. Se acaban de anunciar los actos “culturales” que blanquearán la Copa América, que fue el objeto con el que todos los candidatos a la alcaldía de la capital, incluso los más ecologistas y de izquierdas, se hicieron la fotografía de la campaña pasada. Tal y como decía la editorial del ARA del pasado miércoles, incluso la patronal ya habla de “saturación” y de no poder absorber a más visitantes. La ampliación del aeropuerto y la sequía también están íntimamente relacionadas: es como si todas las manifestaciones del apocalipsis tuvieran que ver con el turismo. Salvo casos de desconexión absoluta con la realidad, como Anna Navarro, la empresaria estrella de la lista de Carles Puigdemont que hace cuatro días presumía gozo en una entrevista de haber descubierto el atractivo de Barcelona a muchos altos ejecutivos que se habían acabado comprando una casa, ingenua en la ira de que los barceloneses estamos incubando hacia esos ricos que vienen a subirnos el alquiler y establecerse en sociedades pérfidamente paralelas.

Una de las trampas del odio furibundo contra el turismo, que en esta página defendemos sin miramientos ni matices, es pensar que oponerse a los flujos de personas es conservador. Para volverlo hay que decir que ir contra el turismo es, por estricta definición, revolucionario. Sobre todo, es necesario resistir el marco mental de que el peligro es “morir de éxito”, aunque éste fuera el titular que esta santa casa utilizó en la editorial para buscar el promedio conciliador. El turismo no es un éxito, sino el resultado del fracaso del propósito fundacional de la ciudad. Antes de que existiera el turismo, el viaje que da el pistoletazo de salida de la modernidad es el que va del campo a la ciudad. Por muy neroruralmente idealizado que tengamos cuatro colinas, el impulso hacia las urbes siempre ha sido animado por el deseo de mejorar las condiciones de vida o incluso de hacer realidad una utopía. En el campo la vida es cíclica, las herencias son pesadas y las jerarquías se mantienen rígidas, mientras que la ciudad es el lugar donde intentar construir de nuevo un nuevo mundo ordenado de manera justa y racional. La primera gente que se movía lo hacía para cambiar el mundo.

En cambio, el turismo nace de la pulsión más conservadora que existe, una mirada tan conservadora que, con Boris Groys, podemos llamar “museizadora”. Para las primeras élites participantes en el Grand Tour del siglo XIX, la motivación para viajar es huir del clima incierto de la ciudad para ir a ver lugares del mundo disecados, culturas esencializadas que interpreten el papel de una identidad ideal para catalogar e incorporar en el álbum de experiencias exclusivas que aportan capital cultural y permiten distinguirse de los perdedores. De una manera que recuerda lo que ahora nos ocurre con la transición verde y los países en desarrollo, al aborigen no le perdonamos que deje de hacer cabañas con las manos y se ponga a construir fábricas de cemento. El turismo es una relación estética con el mundo, mientras que la manera del local de relacionarse con su sitio es política. No es casualidad que la raíz de “política” sea “polis”, que significa “ciudad”: la ciudad es poner muros que separen al hombre de la naturaleza para intentar diseñar un mundo protegido de los caprichos de los dioses.

Los grandes sueños universalistas del siglo XX pedían una revolución del tiempo para cada espacio: el internacionalismo comunista, que por algo se llamaba "internacionalismo" y no "globalismo", proponía que cada pueblo del mundo transformara las condiciones materiales de su pedazo de planeta y nos ayudáramos y relacionáramos entre iguales. En el siglo XXI hemos dejado de creer al cambiar los tiempos y lo fiamos todo en cambiar de espacio: la ética del nómada digital no pide transformar tu sitio propio, sino mudarte buscando la ciudad que te ofrezca las mejores condiciones mientras el resto del mundo colapsa. El expatriado canónico se gana la vida con una profesión previsiblemente abyecta que depende de todo tipo de desigualdades y contribuye a incrementarlas, y procede a vivir a un lugar que le ofrezca espacios aislados de la redistribución de la riqueza. Los habitantes de las ciudades democráticas del mundo se sienten como si después de haber hecho mucho trabajo histórico para cortar la cabeza a los reyes ahora tengan que encontrarse con reyezuelos nómadas venidos a reinstaurar una nueva aristocracia global.

El turismo predispone a quien vive en mantener las cosas estáticas para la mirada estética del visitante, ya quien le practica a incorporar inconscientemente los valores conservadores de esta mirada. Pero si la energía ni se crea ni se destruye, sólo se transforma, cada medida de energía dedicada a alimentar la cultura del turismo es energía perdida para la cultura de la revolución.

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