Nadie quiere ser un turista

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Una playa llena de gente.

Es como aquella escena de la película Roma de Federico Fellini en la que se encuentran en una gruta unos frescos de una casa romana de hace 2.000 años. El aire que entra de fuera hace que las pinturas milenarias desaparezcan ante la mirada horrorizada de los arqueólogos. Así actúa el turismo sobre los lugares, destripando su memoria para petrificarla hasta reducirla a un souvenir. Las plataformas sociales han dado continuidad a esta dimensión del turismo; los influencers sacan los lugares a la luz, los canonizan y los dejan con una anemia persistente hasta que desaparecen bajo la multitud recién llegada. “Estas pozas se han hecho famosos gracias a Instagram”, nos dice la vigilante. En la comarca de La Garrotxa se han puesto firmes limitando el acceso a los espacios naturales, el año pasado ya era así. La coherente decisión te lleva a vivir una situación extraña, la de hacer cola para bañarte en unas badinas donde de adolescente ibas y venías con la pandilla de amigos a discreción. Las colas de ahora generan experiencias administradas, convierten el mundo en un espacio de distribución demográfica, circulamos como las mercancías, con un lapso de tiempo limitado para lograr una mínima experiencia. ¿Cómo se pueden tener experiencias gratificantes en un mundo donde se acabó lo que se daba? ¿Donde todo está transitado, catalogado, gastado por adelantado? La cola también nos alerta de un exceso, en este caso demográfico: no hay espacio para tanta gente, somos materia sobrera.

Sin ningún tipo de dilema, los influencers establecen un pacto tácito entre ellos, dejan que sus colegas de profesión se fotografíen solos en los espacios de postal, disimulando lo fuera de campo, es decir, la muchedumbre de visitantes que hacen que la experiencia real del lugar sea la de formar parte de una masa. La fotografía se vuelve un simulacro para las masas virtuales. Justo es decir que pasearse por las plataformas sociales es una manera económicamente y ecológicamente más sostenible de hacer el turista. El turismo de megamasas virtuales nos brinda cambios de lugar instantáneos, fantasías a la carta. A diferencia del turismo digital, el núcleo del turismo de siempre se encuentra en su carácter sacrificial. Se erige sobre un ritual en el que se trata de aprender a estar los unos con todos "aquellos" otros, saliendo de nuestra área de confort para entrar en un confort artificial, hiperreal, que, como tenemos que reaprender qué es la familia, la felicidad, el contacto social, las identidades culturales o nosotros mismos, se vuelve un emplazamiento extraño, anormal, incómodo. ¿Qué somos cuando no trabajamos, cuando no podemos estar ocupados, entregados al deber, a las responsabilidades? ¿Qué somos en los limbos de una autopista, en medio de una masa, o en un lugar donde lo único que se nos exige es que disfrutemos, motivo por el cual el laconismo se hace omnipresente, puesto que no siempre somos capaces?¿Qué somos cuando somos turistas?

Nadie quiere ser un turista y, en cambio, todos lo somos, incluso aquellos que aborrecemos viajar o que intentamos evitarlo. Este año la diáspora lúdica se ha producido de forma descontrolada, la gente se ha entregado a un supuestamente “redentor” carpe diem; todos viajando por encima de nuestras posibilidades mientras la inflación hace estragos, el precio de la energía se dispara y los rusos bombardean centrales nucleares y ciudadanos ucranianos. Si el siglo XX inventó el turismo de masas, el siglo XXI preconiza un turismo a tiempo continuo, donde a las masas desaforadas se le suma una manera de viajar más exigente y quizás, incluso, más cruel. La batalla por ocupar espacios aparentemente genuinos, por descubrir aquellos lugares que todavía no han sido instagramizados, las ansias por abrir la caja de pandora del efímero exotismo contemporáneo, es constante y en verano se multiplica. Queremos registrar hasta el último rincón del planeta. 

Y mientras esperamos que lleguen los postres en el restaurante del camping, tres noticias decoran el ambiente en la televisión: no hay hielo, la AP-7 está colapsada, el riesgo de incendios y el calentamiento global son una amenaza real. Las noticias vinculadas a la crisis energética y climática contrastan con la imagen que se desprende de las vacaciones. Nadie presta atención a los televisores, el volumen al mínimo, los rótulos versando salmodias. ¿Cuantas décadas llevamos mirando las noticias como si fueran un carrete de diapositivas, de postales caducas? Si Instagram nos da la versión candy de la realidad, los medios nos ofrecen su versión más terrible. Y este contraste ni nos sorprende ni nos hace cambiar el rumbo de las vacaciones, y nos indignamos porque no nos traen hielo con el refresco mientras los polos se deshielan cuatro veces más rápido de lo que estaba previsto. Tiene lugar en el vaso así como en la Tierra. Y nos protegemos de la evidencia del desastre ecológico pensando a través de frases hechas: “El año que viene tenemos que buscar un lugar con mejor tiempo, donde no haya tanta gente”. Y cocemos esta jacta ilusión a lo largo de los meses, buscando espacios de ocio que, en realidad, a la larga, acabarán siendo refugios climáticos. El turismo masivo es un creador de escenarios falseados, de tópicos neutralizadores de identidades culturales, un momificador y erosionador de los lugares, y, finalmente, un dispensador de megamasas que necesita enormes dosis de energía para funcionar, aquella que ya no tenemos, ni a nivel personal (el trabajo nos deja exhaustos), ni a nivel planetario. La escena de la película de Fellini nos instaba a hacer algo: “'¡Haz algo!”, decía la arqueóloga al ingeniero, pero la catástrofe estaba servida. Quizás todavía podemos hacer algo, dejar de configurar nuestro calendario laboral con la estructura actual que nos deja exhaustos hasta la médula (a nosotros y al planeta) y nos lleva a anhelar las lobotomías estivales, a “desconectar” de todo; también podríamos crear jornadas laborales de cuatro días semanales, encontrar un equilibrio real entre las actividades económicas y las no económicas, y buscar más tiempo para las investigaciones y las curas individuales y colectivas, humanas y no humanas.

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