Ucrania y la estética de la resistencia

Zelenski Congres
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A raíz de la Guerra del Golfo Pérsico de 1990 entre los Estados Unidos e Irak, el filósofo francés Jean Baudrillard publicaría un polémico librito: La Guerre du Golfe n'a pas eu lieu (La Guerra del Golfo no ha tenido lugar). Provocadoramente, el autor alertaba a los lectores de que, en un mundo hipermediado por las imágenes de la CNN, las guerras solo existían en nuestra conciencia a través del hiperrealismo del cine. Emitidas con nocturnidad y con un tono 100% sci-fi, aquellas imágenes de misiles sobrevolando el territorio nos invitaban a contemplar la guerra desde el sofá y con palomitas.

A la vez, nos condenaban a una relación distante y frívola con el mundo. Desde aquel espacio de voyeurismo pasivo no se contemplaba ni un solo humano y menos aún ningún rastro del sufrimiento y la vulnerabilidad que una guerra inflige a los ciudadanos. Treinta años después, las tecnologías informativas siguen mandando, pero en una dimensión más exhibicionista que voyeur y, por lo tanto, la relación con el mundo se ha movido: el sentido de la tecnología depende hoy de la ética del usuario.

Durante el último mes, una nueva guerra ha llamado a la puerta de Occidente. Ucrania ha reavivado no el recuerdo gélido de aquel otoño del 90 en que los misiles no volaban tan lejos como nos parecía desde casa, sino el imaginario por muchos de nosotros remoto de nuestras guerras: la europea (Segunda Guerra Mundial) y, quizás en el fondo de nuestras conciencias, la Guerra Civil Española. De hecho, la conexión emocional con aquel imaginario explicado por nuestros abuelos y narrado por un archivo fotográfico incompleto ha sido tan intensa que ha anulado una posición crítica en nuestra esfera pública con los dos nacionalismos en juego (el ruso y el ucraniano).

¿La razón? Una nueva estética de la resistencia caracterizada por una vulnerabilidad que convive en un difícil equilibrio con la dignidad, la valentía y el exhibicionismo. Podemos referirnos a las largas hileras de madres y niños desplazados por Europa o a los combatientes civiles llegados de su confort de toda Europa. Pero también a formas sutiles de resistencia íntima y ultrarrealista que llenan las calles, miran a través de las grietas de las ventanas o resisten desde los búnkeres. No son las imágenes de la CNN. Es el caso de Vera Lytovchenko, violinista de la orquesta de la Ópera de Járkov, que interpreta sus propias piezas desde un búnker rodeada de civiles para neutralizar el angustioso ruido de las bombas. Es también el caso de la mujer que vuelve al salón de su casa, en la ciudad de Bila Tserkva, recientemente atacada por una fuerte explosión. Un piano blanco lleno de polvo preside una sala de grandes ventanales desmenuzados. La mujer se acerca al piano e, inmutable, reabre el teclado y se dispone a tocar una pieza en medio de la desolación de fondo. El acompañante lo graba y en cosa de minutos será viral en TikTok.

Similarmente, el presidente Zelenski envía durante los primeros días de la invasión breves mensajes desde las calles de Kiev, acompañado de un reducido número de gente trajeada, como él, de civil. Una vez la masacre de los primeros días se convierte en un conflicto enquistado e igualado por el apoyo de Occidente, los vídeos selfi del presidente son sustituidos por una renovada imagen oficial desde el despacho presidencial, acompañado de la bandera. Los asesores son habilidosos: a pesar del regreso a la oficialidad, Zelenski hombre no reemplaza la camiseta de tonos militares por el vestido de Zelenski presidente. Y así asistimos a un presidente en manga corta riñendo al Congreso de los Estados Unidos o al Parlamento Europeo.

Corremos el riesgo, sin embargo, de convertirnos en esclavos de la estetización ultrarrealista de la guerra y abandonar el carácter íntimo del sufrimiento. Lo hemos visto en el caso del fotógrafo ucraniano que nos invitaba al pacto de la ficción en una imagen paradójica, entre el placer y la amenaza, entre la civilización y la barbarie: el padre fotógrafo nos muestra a su hija apoyada en una ventana saboreando una piruleta mientras sostiene un fusil. Cuando los gestos de las imágenes buscan solo una estética de la notoriedad se abandona el imperativo ético que hay detrás de la espontaneidad del sujeto vulnerable –ya sea como efecto de la destrucción, del miedo o de la persecución.

La razón por la que estas imágenes nos impactan es que cualquier estética de la resistencia honesta, como la que Peter Weiss narró en referencia a la resistencia a los nazis, tiene la fuerza de combatir la banalización del mal. En el supuesto que nos ocupa, los violines y las selfis combaten tanto la frialdad de la maquinaria rusa que avanza en inacabables filas de tanques como la lejanía emocional de la diplomacia occidental, tan frívola y profiláctica desde las salas de palacio con un dolor que le es ajeno porque es humano y frágil. No menospreciemos la fuerza de la fragilidad cuando se expresa con dignidad, y menos todavía si lo hace a través del arte en vez de armas.

Ignasi Gozalo Salellas es ensayista y profesor de comunicación (UOC)
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