La última generación criada por las madres
El parto se complicó hasta el punto de que los médicos temieron por la vida de mi madre y también por la mía. Superado ese trance, sin demasiadas secuelas, y cuando todavía era muy pequeñito, la mala suerte hizo que cogiera una grave enfermedad pulmonar. Esa vez también me salvé por los pelos porque mi madre hizo venir al médico, que estaba en su casa con la bata y las zapatillas puestas, un domingo por la noche. Aquel susto me convirtió en una criatura pálida, escuálida y desganada. Solo me tragaba la comida si mientras me la daban me contaban un cuento. De ambas cosas se encargaba mi madre con paciencia bíblica. La situación se prolongó tanto que acabó grabando casetes con cuentos explicados por ella –muchos de cosecha propia–, de forma que, cada vez que se presentaba una comida, mi madre podía recurrir a un reproductor que teníamos, grande, negro y con teclas como de pianola, y administrarme, además de las cucharadas, el cuento que creía más conveniente o que yo reclamaba.
Estas peripecias lejanas pretenden ilustrar con una pincelada el tipo de infancia que tuve y que tuvimos muchos miembros de mi generación, la nacida en los años sesenta del siglo pasado. Fue una infancia, una adolescencia y también unos primeros años de juventud con unas protagonistas muy principales: nuestras madres. Aquella generación quizás fue la última –en la generación de mis hijos las cosas funcionan de otra manera– criada por unas madres que siempre estaban ahí. Por madres que, de forma generalísima, no trabajaban fuera de casa, sino que se ocupaban a jornada más que completa de los niños y el hogar. De esta situación tan injusta, que, en nuestra familia, era más causada por la tradición y la presión social que por mi padre, había oído quejarse a mi madre. Ella, una mujer inteligente y muy activa, a veces decía sentirse como un pájaro enjaulado.
Los niños de mi generación guimos los beneficiarios involuntarios de ese ahogo de mi madre y de la gran mayoría de mujeres. En el caso concreto de mi familia, por ejemplo, nunca contratamos los servicios de una niñera o canguro. A lo sumo, alguna tarde la pasaba con mi abuela, que vivía al lado, pared por pared, o en la festiva casa de mis primos, que son ocho hermanos. Las actividades extraescolares a las que acudí durante la infancia y la adolescencia fueron exclusivamente las que yo solicité. Y era mi madre quien, cuando era más pequeño, me llevaba y me venía a buscar con su 600. Solo me quedaba a comer en el colegio si no había más remedio.
Desde entonces las cosas han cambiado mucho. La mujer se ha incorporado al mundo laboral, en el sentido de trabajar fuera de casa. Los hombres, por su parte, no han dejado de hacer lo que hacían, por lo que hoy en muchas familias ambos trabajan a jornada completa. La pura aritmética nos dice que, en estas circunstancias, se pueden dedicar menos horas a los hijos e hijas que en la época en la que yo era un niño. El gran error fue que el hombre siguiera trabajando ocho horas cuando la mujer se incorporó masivamente al mundo laboral. Si las familias de antes, en conjunto, trabajaban ocho horas (las que solía hacer el padre), las familias pasaron a completar dieciséis, es decir, las ocho de él y las ocho de ella. Lo más deseable, viéndolo hoy, habría sido que las familias hubieran continuado dedicando, sumadas, ocho horas al día al trabajo. Cuatro y cuatro, por ejemplo. O la combinación que eligieran. De la forma en la que se ha hecho, los más nítidamente favorecidos han resultado ser los empresarios y su economía, que vieron cómo se multiplicaban el número de trabajadores y las horas de trabajo a su disposición.
La presente y angustiosa crisis de la familia y de la enseñanza, con su corolario de problemas psicológicos en los adolescentes y jóvenes –una auténtica pandemia–, la descomposición de valores fundamentales, la caída abismal del nivel educativo, la dependencia de las pantallas –y las adicciones y riesgos que siguen–, el uso de las actividades extraescolares como aparcamiento de los niños… son solo algunos de los problemas catedralicios a los que nos enfrentamos y que nos hacen sufrir tanto. Muchos de los cuales, me atrevo a afirmar, se producirían con mucha menos severidad –al menos– si se pudieran dedicar más horas a los hijos. Devolver, resarcir, a las familias ese tiempo perdido, usurpado, tendría que convertirse en una obsesión de las sociedades del siglo XXI.