El clarividente Ferran Sáez Mateu hacía, ayer, otro artículo de los suyos, ponderado, imprescindible, lúcido, de buena comida y buen digerir, sobre el uso del velo, y el debate político que ha generado en nuestro país. Todos sabemos que ha lanzado la pelota de béisbol el pitcher de Aliança Catalana y le ha intentado asumir el bautizador de Junts, sin acierto.
Supongo que en estas dos opciones (tolerar y aceptar o prohibir) hay una cuestión de fondo. Verán. Yo cuando veo, por ejemplo, a unos monjes tibetanos con la cabeza rapada y un traje calabaza sonrío con comprensión y distancia. Cuando veo reportajes de los amish, que no quieren utilizar tecnología y se cosen a mano la ropa que ellos mismos confeccionan, sonrío con comprensión y distancia. "Allí ellos", pienso. Y cuando un amigo me cuenta que sus vecinos judíos, en sábado, se esperan en el rellano a que alguien abra la puerta, porque en sábado no pueden hacer funcionar dispositivos como un pomo, sonrío, con comprensión y distancia, y pienso que, sin embargo, esperar a que alguien te haga lo que no puedes hacer no parece muy coherente, y que hecha la ley.
¿Qué me pasa, pues, con el velo islámico? ¿Por qué esto me incomoda, no me hace sonreír con la misma comprensión y distancia que con las demás cuestiones digamos culturales? ¿Quizás porque los amish sólo los he visto en reportajes? ¿Por qué no está la calle llena de judíos ortodoxos con sombreros fuertes recubiertos de papel film para cuando llueve, como en Nueva York, mientras que cada vez vemos más burkas en algunas ciudades? La razón que me hace sentir desasosiego cuando veo a una mujer con velo islámico es que esta práctica cultural sólo se aplica a las mujeres. sólo las mujeres las que se tapan. Y es ese taparlas, en mayor o menor medida, lo que las equipara, para mí, a propiedades, y por eso me conmoví tanto el día que vi una, con burka, alimentada por el marido en un McDonald's, como si fuera un animal doméstico.