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Vista general mientras el sol se pone sobre el Arco de Triunfo mientras los atletas entran en el desfile durante la ceremonia de apertura de los Juegos Paralímpicos de verano de París 2024

Este verano, ver juntos la ceremonia de inauguración de los Juegos de París nos hizo recordar otros julios congregados en torno a la tele: la boda de Lady Di, los Juegos de Barcelona, ​​el asesinato de Miguel Ángel Blanco, la final de no sé qué mundial de fútbol.

París me pareció un gran espectáculo: la mejor escenografía del mundo para hacer ver que todo va bien, que el mundo no se acaba, que no hay tiburones en el Sena, que la extrema-derecha no estuvo en punto de ganar.

Este verano he visto como un amigo lucha por no beber, cómo la hija de una amiga se esfuerza por comer, como los padres de mis amigos viven una vejez estremecedora y yo no sé si puedo alegrarme que los míos no llegaran.

He leído a Emmanuel Carrère y cada frase de Vidas que no son la mía me ha hecho una herida de arma blanca. Las páginas de los periódicos se llenan de navajazos.

Me empeño en comprar en las tiendas de siempre, con la desesperanzada ilusión de conservar nuestra manera de vivir. Pero no compro abrigos ni botas, ni siquiera aquellas rebequetas que cogíamos las vísperas de verano para ir abajo al mar. Hace mucho calor y todos los veranos que nos esperan serán así, o peor.

El bochorno ambiental lo empapa todo y las ciudades parecen más sucias y tristes e inhóspitas. Nosotros también parecemos más sucios y tristes. En las repuestas sobremesas de los lugares de vacaciones hablamos del turismo masivo, de la inmigración y de si el vino blanco está suficientemente frío.

Hemos viajado norte allá para comprobar que todo es más limpio y ordenado y amable. Nos dan envidia a los que viven, quizás acabemos dejándolo todo atrás y seremos un problema del que los nórdicos hablarán mientras beben un vino que seguro no está suficientemente frío, porque de frío, ellos, ya tienen suficiente.

En Cataluña nos quejamos todo el día. Que los trenes no van, que ya no podemos vivir en catalán, que se ha perdido la mayoría independentista, que Puigdemont vuelve, que desaparece, que si querían detenerle, que si se les ha ido de las manos.

Una chica argentina en TikTok anima a sus compatriotas a venir a vivir a Barcelona porque no notarán la diferencia con Buenos Aires. Otra nos regaña porque como no hemos hecho que el catalán sea necesario, no tiene ningún motivo para aprender.

El verano nos ha dado alguna tregua. Una noche más fresca, con bombillas amarillas y olor a ratafía. Todos hemos hecho ver -como en una representación ensayada- que somos como antes.

He trabajado en una novela y he visto cómo el documento de Word crecía y crecía, maravillada como si fuera la primera vez. De repente un día me ha parecido que todo lo que había escrito no valía nada y me he refugiado en la ficción que han escrito los demás y que siempre es y será el único refugio auténtico.

Una mañana de julio, en medio de los chillidos de la piscina y mientras hacíamos el vermut, nos llegó la noticia de que había estado a punto de pasar una desgracia. Probablemente, sólo unos minutos separaron la vida de la muerte. Habría sido una muerte inesperada y terriblemente inadecuada. Pero como no ocurrió, la vida sigue como un río que lo arrastra todo abajo.

Este curso estaré a la contra del ARA el martes. El martes es un día sencillo, sin pretensiones, apenas un suspiro de alivio de haber dejado el lunes atrás pero sin atreverse a vislumbrar el viernes. Cuando yo era pequeña, mis padres me dejaban ver la tele después de cenar un día a la semana: escogí los martes, que hacían Vacaciones en el mar.

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