La vergüenza de los debates

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Una urna en una imagen de archivo

1. En un mes ya habremos votado. En diez días comienza la campaña electoral. Desde que el presidente Aragonés firmó el decreto de convocatoria, el tema de mayor disputa pública entre partidos ha sido la matraca de los debates. De la extrema izquierda a la derecha extrema, todas las formaciones políticas se han echado los platos por la cabeza por este tema. ¿Qué debates? ¿Cuántos debates? ¿Un debate en Perpiñán? ¿En la tele pública? ¿Y qué más? ¿Y un debate a cuántos? Si va ese, no voy yo. Si aquél no va, yo tampoco. Todo ello peleas de patio de colegio. Una vergüenza. Ante un atril, dos micrófonos o tres periodistas, cualquier político con cargo habla de estos debates como si a la población nos fuera la vida. Y nos importan un bledo porque, llegado el momento, los presuntos líderes recitan el argumento de partido, les vemos el plumero y no suelen resolver ningún voto de ningún indeciso. Que dejen de dar pena enrocándose en los debates y sus líneas rojas. La vivienda es un problema. La sequía provisional y el cambio climático definitivo también. Y el retroceso del catalán, y Cercanías, y la seguridad, y las adicciones a las pantallas y la infrafinanciación de Catalunya. Háblenos de ello, den soluciones y dejen de hacer la puta y la Ramoneta con los debates.

2. Las líneas rojas de la intransigencia de los partidos las vemos después, aumentadas en la máxima potencia, en el Parlament. Están allí, precisamente, para hablar. Y con segundos quienes no quieren ni intentarlo. Los votamos para que lleguen a puntos de consenso y para enaltecer el juego democrático de respetar el voto popular y, en cambio, los partidos se atascan en el callejón sin salida de las negaciones taxativas. Turull dice: "Illa nunca será presidente de la Generalitat con nuestros votos, ni por acción ni por omisión". Isla, que nunca hará presidente a un independentista, exige que Esquerra y Junts veten Vox y Aliança Catalana. En campaña todo es imposible, pero después Colau fue alcalde gracias a Manuel Valls, y Collboni tiene la vara porque Sánchez, Feijóo y Yolanda Díaz llamaron para impedir que Xavier Trias fuera alcalde. Quizás, en aquel “que os bombeen a todos”, nos encontrará a más de uno.

3. Valero Ribera era, hasta 2003, el entrenador con el palmarés más brillante de la historia del Barça. En 20 años había ganado 75 títulos. Con él la sección de balonmano había pasado de la nada a ser un referente mundial. Pero el tiempo lo erosiona todo y las relaciones humanas colaboran decisivamente en ese desgaste. En medio de una polémica de poca monta, que en el Barça se amplificó como gigantesca, Valero se fue al plató de Mònica Terribas para que le entrevistaran al añorado La noche a la mañana, de TV3. Allí, preguntado por su continuidad, Ribera soltó una frase que, paradójicamente, significó la primera palada de arena para cavar su foso. “El día que el Palau me silbe, me iré”. Lo que ocurrió después era previsible. En el siguiente partido en casa, el sector crítico orquestó una pañuelo y abucheo como nunca se había oído en el Palau. El entrenador aragonés, un hombre de principios, coherente y consecuente, dejó al club. La semana pasada, cuando oí que Carles Puigdemont le decía a Jordi Basté que si él no era elegido presidente abandonaría la política, pensé automáticamente que Puigdemont había hecho un Valero. Las cartas son muy claras. Y, en cierto modo, los comicios se han convertido en un último plebiscito sobre el presidente en el exilio. El resultado es incierto. Lo que está claro es que la caja o faja de Puigdemont puede fomentar la participación. Unos irán a votarle masivamente; los demás se movilizarán para intentar que las urnas acaben, a todas luces, con su carrera política. En un mes ya tendremos la respuesta.

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