Votar a la extrema derecha: ¿ideología o psicología?

Geert Wilders en una imagen reciente.
22/10/2025
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Cuando Trump accedió por primera vez a la presidencia de Estados Unidos, el New York Times publicó un comentario que decía que, cuando conviertes la política en un circo de tres pistas, siempre existe la posibilidad de que gane el oso bailarín. Pensaba en ello el otro día, leyendo aquí la entrevista con el escritor Melcior Comes, que, hablando de su última novela, afirma que "habría que atacar más a la extrema derecha por payasos que por fascistas". De hecho, una parte del debate actual sobre el auge de la extrema derecha (una cuestión que deberíamos tratar de que no se convirtiera en una profecía autocumplida, y por eso podríamos empezar, por ejemplo, no dando por hecho el resultado de una encuesta) trata de averiguar qué es lo que lleva a alguna gente a votar a un grupo de políticos que se caracterizan tanto por su ignorancia radical como por su discurso simple y tramposo: si la ideología o la psicología.

En cuanto a la ideología, sigo pensando que la analogía con los fascismos de los años 1930 es inexacta. Estamos en un momento histórico muy diferente, vivimos en sociedades incomparables con las de esa época y la extrema derecha parece tener otros objetivos: para empezar, en vez de reforzar el estado, lo que quiere es debilitarlo. En más de una cuestión, además, es incompatible con la "pureza" propugnada por los nazis: por ejemplo, muchos de estos partidos, como el de Geert Wilders en los Países Bajos, defienden los derechos de los colectivos LGTBI (por oposición a los musulmanes, es cierto), y algunos de sus dirigentes, como la líder de la AfD alemana, son homosexuales y tienen parejas racializadas y/o inmigradas. Entonces, ¿ser ultra es más una manera de ser que de pensar? El periodista Sebastian Haffner, exiliado del nazismo, había dicho algo parecido: el voto a Hitler obedecía más a razones de carácter que a ideología.

Naturalmente, dar la primacía al componente psicológico no debería hacernos olvidar que todos estos partidos tienen una agenda elaborada de políticas regresivas en todos los terrenos, de los derechos sociales a los derechos humanos. En la simplicidad de su mensaje, del que se elimina toda referencia a la complejidad y, lo que es peor, a la verdad, se esparce una ideología perniciosa, que convive –particularmente en el caso de Trump– con la personalidad solipsista, narcisista y, sobre todo, vengativa del líder. ¿Es su sed de venganza, lo que hace atractivo a Trump? ¿Es su osadía a la hora de decir lo que no toca decir, lo que seduce? ¿Es su voluntad de enriquecerse con la política, lo que quisiéramos imitar?

¿O, finalmente, se trata de un falso dilema, y lo que cuenta es la percepción que el votante tiene de su propia situación económica y social? "¡Es la economía, estúpido!", dijo un asesor de Bill Clinton en 1992 cuando discutían los eslóganes de la campaña electoral. En efecto, todos podemos estar de acuerdo con la afirmación de que el aumento de la desigualdad y la insuficiencia de los servicios públicos para hacer frente al impacto de la inmigración están detrás del auge de la extrema derecha, con cuestiones asociadas como el incremento de la inseguridad. Una inseguridad genérica, que se extiende hacia un futuro percibido como problemático e incluso distópico. Pero esto, que puede explicar las causas del malestar social, quizá no sea suficiente para explicar por qué un porcentaje significativo de la población elige una salida tan extemporánea para expresarlo. Desde esta perspectiva, el malestar del electorado se canaliza hacia un voto de protesta, donde no es tan importante lo que dicen sus líderes como lo que representan: la revuelta contra el establishment.

El mal de nuestro tiempo, ha señalado el politólogo Ignacio Sánchez-Cuenca, se caracteriza por la crisis de la intermediación entre la gente y el poder político. Una crisis doble, porque afecta a los instrumentos que tradicionalmente servían para esta intermediación: los medios de comunicación y los partidos políticos. En el caso americano, y hablando del liderazgo del Partido Demócrata, el periodista Ezra Klein –autor de un libro reciente y polémico en el que propugna, desde la izquierda, una "política de la abundancia" no tan sometida a regulación– dice que muchos de los que votaron a Trump se habían sentido rechazados por los demócratas como Hillary Clinton. Y afirma: "La pregunta más importante para los votantes no es si les gusta ese político, sino si a ese político le gustan ellos". El debate está abierto, pero quizá emerge una certeza, y es que una parte sustantiva del voto a la extrema derecha no es un voto ideológico o programático: es un voto de castigo.

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