De hecho, no sería algo raro. Quiero decir: que ahora votara a la derecha. O la extrema derecha. Lo leía el otro día en este diario, que el grupo poblacional más de derechas es el de los chicos de 16 a 24 años, pero no me queda tan lejos. los actos de alguien correspondan a su voto en las urnas, pero no siempre es así. Hay personas tan educadas y agradables y gentiles que un domingo, silenciosos, escogen la papeleta de Vox. O el horror que se cueva en algunas casas de izquierdas.
Hablaría, para empezar, de la insatisfacción de las políticas de izquierdas. Podría poner de ejemplo a Justin Trudeau, que llegó a ser primer ministro de Canadá con la bandera de la lucha contra el cambio climático, pero compró un oleoducto. Que prometió transparencia, pero le culparon más de una vez de infringir leyes sobre conflictos de intereses. O podría hablar de aquí, sin ir muy lejos, donde la crisis de vivienda más salvaje de los últimos años ha llegado a manos de gobiernos de izquierdas en Cataluña y España. O podría hablar de una izquierda reactiva, a remolque de la derecha, que responde, pero no propone. No me despolitizaría, entonces, no. Porque esto sería caer en un sueño plácido, desactivador. Contra lo que la gente piensa, hay algo peor que desactivarse: está el cinismo. Porque el cinismo activa, despierta, envalentona: reaccionaria y conservadora, pero lo hace.
Entonces hablaría, inevitablemente, de la desconfianza que me genera el sistema democrático, porque si quien lo defiende como el valor fundamental de nuestros tiempos no sabe hacer buen uso ni lo pone en práctica como es debido en tiempos de crisis, entonces, qué valor tiene ?El pasado autoritario, que desconozco en primera persona, que no he tenido que sufrir, me parecería una alternativa fascinante: de él, sólo me seduciría el orden, la pureza, la norma y la pulcritud. Hablaría del presente desordenado, caótico, y de los malentendidos de la democracia. mi esfuerzo todo lo vale, que con él puedo conseguirlo todo.
Entonces volvería a X, a TikTok, pasaría de un reel a otro sin cesar. No acabaría de mirarles bien. Sin noticias contrastadas, donde todos los discursos son fáciles, planos, de un tiempo brevísimo. Me fascinarían chicos mayores que yo que hablan de dinero fácil, de las disputas absurdas de la izquierda, de cómo los problemas importantes son otros. No quisiera saber más: un consuelo simple me acompañaría de verdad. El futuro me parecería entonces brillante. O tan sólo posible: un futuro posible para mí.
Los adultos dirían que todo es cosa mía, que soy un perezoso, que estoy perdido y no sé qué, porque ellos no querrían hacerse cargo de lo que han hecho para llevarme hasta aquí. Olvidarían que los partidos dirigidos por la gente de su edad cada vez se derechizan más, que una parte de la supuesta izquierda compra discursos de vivienda y de inmigración de la derecha, y, si no, se suavizan ante ellos. Olvidarían que los medios tradicionales, la radio, los periódicos, la televisión que ellos escuchan inocentemente, coquetean con la derecha por miedo a la desestabilización: lo hacen hablando de seguridad, de feminismo, de inmigración, de ocupas. De miedo al miedo. Lo hacen hablando de fútbol a todas horas por no hablar de nada. Olvidarían que han ido eliminando progresivamente las humanidades de los institutos mientras repetían la cantinela que las humanidades nos hacen críticos y nos hacen libres. Olvidarían.
Entonces podría parar de imaginar. Paro de imaginar. No tengo dieciséis años, ni estoy en ese momento que no sé ni quién soy ni qué siento. Leo titulares sobre los jóvenes como si ellos mismos fueran Trump, Milei o Musk. O como si ya los diéramos por perdidos (¿quién les está condenando?). Primero habría que preguntarse quiénes son estos jóvenes: dónde están, qué sienten, qué les pasa. Luego habría que repetirnos que no son ni Trump, ni Milei, ni Musk. Son jóvenes de dieciséis años. Son chicos. Algunos todavía son niños. Habría que imaginar qué decirles, qué les seduce, qué no entienden, por qué quieren sentir lo que sienten. Y entonces habría que armar un discurso, rearmarlo, un discurso que les generara más empatía que rechazo. ¿Acaso ocurre que no hemos sabido explicarnos bien? ¿Quizá habría que empezar otra vez de cero? Por una generación de gente joven habría que empezar tantas veces como hiciera falta. Insistir tantas veces como fuere necesario. Nada se ha perdido. No se ha perdido nada todavía.