El estado de derecho y la bronca continua

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Fachada exterior del edificio del Consejo General del Poder Judicial.

Cada día que pasa está más claro que la bronca será cada vez más intensa y definitoria de la vida política en esta legislatura. Ahora bien, con la consecuencia de un proceso de degradación institucional que va a costar mucho revertir. Lo curioso es que hay un intercambio o confusión de papeles que hace que la independencia judicial, por ejemplo, digan defenderla más precisamente quienes menos la protegen a la hora de la verdad. Estos días tenemos ejemplos clamorosos de una estrategia de acoso que trata de utilizar las decisiones de la justicia como un instrumento para deteriorar al gobierno. Esto me hace pensar que, vistas las reacciones y las consecuencias que ha producido, seguramente fue un error mencionar el concepto de lawfare –que es esto, la judicialización de la política– en los acuerdos entre PSOE y Junts. Se ha abierto un debate en términos más destructivos que constructivos y los jueces y sus asociaciones se han sentido cuestionados. Habría sido más útil hablar de inseguridad jurídica, un concepto que tiene mayor tradición entre nosotros y que se entiende mejor por parte de muchas personas poco familiarizadas con términos importados.

Por otra parte, ya hemos comprobado que el propio presidente del gobierno, Pedro Sánchez, ha devaluado rápidamente el valor de la expresión lawfare al reconducirla en su última entrevista en TVE a los casos de intoxicación judicial con origen en las actuaciones de determinados ex altos cargos policiales. Y sobre todo en relación a las investigaciones relativas a los sumarios de corrupción que han afectado al PP. Este planteamiento del gobierno es un primer síntoma claro de que el texto de los acuerdos con Junts y ERC fue en estos apartados más voluntarista que efectivo. Y lo digo pensando que será difícil obtener algún resultado positivo de las comisiones de investigación parlamentaria anunciadas respecto al caso Pegasus –la intervención ilegal de las comunicaciones de dirigentes independentistas y su entorno–, la operación Catalunya, para tratar de desacreditar a las mismas personas, y los atentados yihadistas de Barcelona y Cambrils en agosto de 2017.

Nada relacionado con estos compromisos se recogía después en la exposición de motivos de la ley de amnistía. Es cierto que no resultaba imprescindible y pudo parecer forzado, pero la presencia de este capítulo en los acuerdos cerrados –fundamentada en necesidades de relato político– ha dado lugar a una reacción judicial de la que, de momento, quien está pagando las consecuencias más evidentes es el gobierno de Pedro Sánchez. La política se nutre muchas veces de la previa generación de determinados ambientes, de la construcción de episodios de ciencia-ficción que de repente se prenden y se elevan como llamas incontrolables. El riesgo del estado de derecho en España, como supuesta novedad provocada por los pactos entre el gobierno y Puigdemont y Junqueras, podría ser un capítulo de este tipo de fenómenos.

La separación de poderes no corre más peligro del que corría antes de que se firmaran los pactos entre el PSOE y las fuerzas independentistas. Y la ley de amnistía tampoco es una amenaza para la labor judicial. Es una decisión política excepcional –con la que mucha gente discrepa, eso es cierto– pero que no altera la “verdad judicial” de las sentencias ya dictadas. El problema no lo tendrán ahora los jueces ni los fiscales. Lo tendrá el gobierno cuando por medio de la Abogacía del Estado deba seguir defendiendo lo que dijo el Supremo en su sentencia sobre el Procés. La pregunta es cómo se puede hacer compatible la posición contradictoria que sostuvieron la Fiscalía, por un lado, y la Abogacía del Estado, por el otro, cuando la primera pidió condenas de 30 años por el delito de rebelde lión y la segunda de 12 años por sedición, en ambos casos en concurso con malversación.

Me pregunto a qué conclusión podrá llegar el Tribunal Europeo de Derechos Humanos cuando deba decidir sobre las condenas dictadas teniendo en cuenta estas incoherencias. ¿Y cómo analizará las posteriores resoluciones del Constitucional, donde figuran votos particulares que consideran desproporcionadas las penas impuestas? Y, finalmente, ¿cómo entenderá la compatibilidad entre las graves imputaciones de las partes acusadoras –que hicieron, por ejemplo, que se rechazara la entrega de Puigdemont solo por malversación cuando lo propuso la justicia alemana– y la opción actual por amnistía? Quizás lo que más le convenga a todo el mundo es que el tribunal de Estrasburgo no tenga que pronunciarse sobre la causa penal del Procés. Pero no para bien de los jueces, que ya celebraron el juicio y dictaron sentencia, sino sobre todo para bien del Estado, para librarlo de contar la lógica jurídica y política que lleva de peticiones de 30 años de cárcel al perdón absoluto de delitos primero definidos como gravísimos.

El 155 sigue en la Constitución

Se podrá decir que la lógica política de esa evolución de la posición estatal es la que se deriva de los siete votos que le hacían falta a Sánchez para volver a ser investido presidente. Bien, es así. Pero esto no permite olvidar la previa existencia de un procedimiento penal en el que la principal preocupación fue que los dirigentes independentistas quedaran apartados de cualquier cargo público durante años. ¿Lawfare? No, jamás. Sencillamente, utilización de los órganos del aparato estatal para neutralizar un riesgo o una amenaza, la de una independencia de Catalunya que la propia sentencia del Supremo definió como “una ensoñación”.

Lo más probable, si la ley de amnistía se aprueba y se aplica después de ser ratificada por el Constitucional, es que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos pueda considerar que el caso ha perdido objeto, o que solo entre en cuestiones parciales y concretas de los hechos. A ver cómo queda el panorama después de aplicarse la ley. Pero os querría tranquilizar en cuanto a la pervivencia del estado de derecho. Y quien piense que la desaparición del delito de sedición desarmó al Estado ante el independentismo que recuerde que sigue vigente el artículo 155 de la Constitución, y que si alguna vez se vuelve a aplicar podéis estar seguros de que no será por dos o tres meses para permitir la convocatoria de nuevas elecciones. Será peor.

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