La Estació del Nord de Barcelona es un lugar de paso sin historia alguna: Esquerra Republicana sigue las noches electorales desde aquí porque les resulta funcional. Los militantes y los cargos electos que van llegando se saludan inquietos unos a otros con una mezcla de violencia y desesperación, como si el interlocutor tuviera una posible culpa del batacazo y a la vez una posible solución. La magnitud del hundimiento ayuda a ahuyentar muy pronto las teorías de la conspiración sobre la autoría del incidente de Cercanías y los efectos de la baja participación que han circulado a lo largo del día, y se va abriendo un abismo sin fondo de responsabilidad propia. La primera política que habla con los medios es la diputada Raquel Sans, que antes de que empiece el escrutinio nos dice que intuye que no será una buena noche para Esquerra Republicana. No tiene cara de sorpresa. Incluso se puede percibir cierto alivio, militantes que llevan toda la campaña aguantándose las ganas de romper la sonrisa impostada que por fin pueden reconocer que hace tiempo que todo va mal. La grisura de toda la campaña, que quizá sea la de toda la legislatura, se convierte en una almohada de apatía ideal para asumir la noche de hoy.
Sale Pere Aragonès y la fuerza de los aplausos es irreal. El president demuestra que la falta de épica que tan mal va para ganar sí que tiene un buen perder. Como una clave de judo, Aragonès acepta el dolor por la derrota y lo convierte en un desafío para que quienes han ganado se ahoguen en las mismas críticas que han hecho a los republicanos. Lo corrobora un estallido de aplausos espontáneo cuando Aragonès dice que ahora toca ir a la oposición. El discurso busca poner al PSC y Junts en un mismo saco y retarlos a ellos a liderar una nueva etapa. La ligera rabia en la inflexión insinúa que no ha ganado un modelo alternativo, sino el ruido, los personalismos, y una cierta ingratitud con la población que “no ha sabido valorar” al gobierno republicano. Salen los 93 años de historia de ERC, y una mención a la militancia y a los órganos de dirección del partido, que hacen de malla para colectivizar el fracaso aunque Oriol Junqueras no dirá ni una palabra. El partido entero vacía el escenario y desfilan con los ojos encendidos, dolidos, pero con la sensación de que el problema es ahora de los otros.