Inmigración

"Nadie imagina nuestro sufrimiento": dos mujeres migrantes relatan sus miedos y esperanzas

Dos jóvenes de Ghana y Senegal comparten cómo ha sido el difícil camino hasta encontrarse en las clases de catalán para el arraigo social

BarcelonaDelores Ohemaa Nketiah y Bintou Camara se conocieron en cursos de catalán y de cultura catalana que forman parte del proceso de arraigo social para personas extranjeras que desean regularizar su situación administrativa en el Estado. Se trata de un camino largo y costoso, ya que obliga a las personas no comunitarias a vivir los dos primeros años sin papeles –en situación de irregularidad–, sobreviviendo cómo pueden y dónde pueden. Sólo pasado ese tiempo pueden optar a regularizarse, siempre que dispongan de un precontrato laboral o inicien estudios reglados. Es en este punto del proceso donde se encuentran bloqueadas estas dos mujeres, que emigraron en solitario y han tenido que afrontar las dificultades añadidas de ser mujeres migrantes: los riesgos durante la ruta y las vulnerabilidades en el país de destino.

Ambas tienen 29 años y viven en la misma plaza de un barrio formado por antiguas viviendas sociales. No es casualidad. Con el paso del tiempo, a medida que los vecinos de toda la vida se han ido marchando, estos pisos han sido ocupados por familias y personas migrantes que, como ellas, a menudo se ven obligadas a compartir viviendas de 50 metros cuadrados con desconocidos o, en el mejor de los casos, con amigos o familiares.

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Se entienden en una mezcla de castellano, inglés y francés, y en medio de la conversación estallan a reír. "Nos hemos hecho amigas, sí", dicen, porque se comprenden sin juzgarse. Recordar los años de migración, lejos de casa y la familia, hace que se les rompa la voz en más de una ocasión, y discretamente se secan una lágrima. "Emigrar no es fácil, lo pasas mal en muchos momentos", afirma Nketiah con un pañuelo en mano. Pese al dolor que les provocan ciertos recuerdos, quieren explicarse, ser escuchadas, convencidas de que la gente no puede hacerse una idea de todo lo que han tenido que pasar: "Nadie imagina nuestro sufrimiento".

El ansia de libertad

Nketiah nació en la Ghana rural y es la mayor de cinco hermanos. Después de la muerte prematura del padre, la madre salió adelante a la familia sola. Tenía poco dinero, así que sólo pudo realizar estudios primarios, y de pequeña ya se puso a trabajar en una plantación de cocos. El impulso de marcharse llegó cuando un hombre mayor, con quien tenía una relación afectiva, la "controló y retuvo" hasta ahogarla. "Tenía dinero, pero yo quería ser libre. No dije nada a nadie; avisé a mi madre cuando ya había aterrizado en Casablanca", explica. Marruecos no fue una elección meditada, sino la única posible teniendo en cuenta sus ahorros. Allí vivió una etapa que define como "terrible": durmió en la calle y sufrió ataques racistas, robos, acoso policial... Además, carecía de las necesidades básicas cubiertas. "Nos rompían las tiendas donde dormíamos y nos dejaban sin nada", recuerda.

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Las situaciones que relata sentada frente a un café son las mismas que explican muchas de las mujeres migrantes, más vulnerables que sus compañeros varones. Se nota que no le gusta entrar en detalles, y sólo se le ilumina la cara cuando habla del joven ghanés del que se enamoró y que le convenció de intentar llegar a Europa. Él se marchó primero. "Dejó de responderme. Luego supe que su patera se había perdido en el océano", dice con los ojos húmedos. Su teléfono es un álbum de imágenes y vídeos de la pareja en momentos felices. Con el poco dinero que había conseguido, Nketiah se hizo en el mar rumbo a Canarias con una cuarentena de personas más. Tres días después, la barca se quedó sin combustible, comida ni agua. "El miedo a morir era constante", dice. Por último, un barco los rescató. Era septiembre del 2024, la fecha que guarda como un tesoro: el comienzo de la cuenta atrás de los dos años.

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Por el colapso del sistema de acogida canario, la joven saltó a la Península en un vuelo regular y con destino a Madrid. En la capital española se encontró sola y con una orden de detención que la "horrorizó" por el miedo a tener que volver a Ghana sin nada. Unos compatriotas le animaron a venir hasta Barcelona, ​​con la suerte de que durante unos meses podrían acogerla en su casa. "Me encontré en la calle cuando ellos se marcharon hacia Alemania", dice. Por último, ha encontrado una habitación en casa de otro compatriota, que de momento deja que se quede sin pagar. "A menudo me encuentro sola, triste, pero sé que estoy mejor que en Ghana", dice, y confiesa que cuando se encuentra baja anímicamente evita tener contacto con la madre o los hermanos "para no preocuparles".

La maternidad a distancia

Bintou Camara, en cambio, habla todos los días junto a su hija, que se quedó en Senegal con la abuela materna. Es de Casamance, una región con ansias independentistas, y, como la mayoría de migrantes, entró en España en el 2018 con un visado de turista convencida de que pronto se reencontraría con su familia. Su tía, que llevaba años viviendo en Murcia, le había prometido un trabajo en su peluquería, pero en realidad se encontró con que trabajaba sin cobrar y que apenas podía salir de casa. El miedo a la policía, alimentado por la propia familia, lo mantuvo sometido, hasta que la pandemia dijo lo suficiente. La echaron.

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Por primera vez en la vida durmió en la calle y en la playa, una experiencia que la hace llorar nada más recordarla. "No había cogido ropa ni el pasaporte, pero no me atrevía a ir a la policía", afirma. La red familiar en Senegal la puso en contacto con una compatriota, que la acogió en una pequeña habitación. En verano hace trenzas a las turistas de las playas de Barcelona, ​​y durante el resto del año se gana la vida donde la dejan. Cruza los dedos para que en los próximos meses no se tuerza nada y la declaren apta para acogerse al programa de la Generalidad ACOL, pensado para facilitar la regularización de los migrantes.

Con este horizonte se anima, y ​​confía en que podrá enviar más dinero a su madre para que su hija pueda estudiar y "hacer muchas cosas". El plan supone un año de contrato laboral y permiso de residencia y trabajo de dos años. Un respiro, aunque debe pasar el obstáculo de cancelar los antecedentes policiales que le supuso que un agente le detuviera para identificarla. "Todo irá bien, lo sé", afirma.