Cinco años con covid: "Muchas enfermeras nos contagiamos trabajando y ahora no se nos respeta"
Las personas con síntomas persistentes no tienen ningún tratamiento y reclaman más investigación
BarcelonaHace un mes y medio que Miguel apenas sale de la cama. Está completamente anulado. Aunque ya tiene 16 años, sus padres le han tenido que colocar una barandilla para no caer mientras duerme porque había despertado varias veces boca abajo a medianoche. En 2020, como mucha gente en todo el mundo, enfermó de cóvid-19 durante la primera ola de la pandemia. Ahora bien, a diferencia de la mayoría de personas, él todavía no ha recuperado su vida cinco años más tarde y tampoco tiene ninguna perspectiva de mejora. Tiene covid persistente, una enfermedad sin cuidado y llena de incógnitas que limita gravemente la vida de quienes la padecen.
"Hola, mamá. Me he levantado, he chocado con el patinete, he caído sobre la barandilla y la he roto. Espero que tú hayas tenido un buen día, te quiero mucho", dice Miquel en una carta que ha escrito a su madre, Berta [los nombres son pseudo. Se lo ha dejado en la entrada junto con las piezas de madera de la barrera que hasta ahora impedía que se cayera de la cama. Desde 2020, tiene episodios frecuentes de cansancio y dolor de cabeza que le dejan "muerte en vida". Prácticamente no sale de la habitación y duerme la mayor parte del día, explica su madre.
Cuando los síntomas desaparecen, Miquel hace vida casi normal, va a la escuela y juega al fútbol con sus amigos. Ahora bien, su adolescencia no ha sido la habitual de un joven en Cataluña. Desde los 12 años que convive con la fatiga, dolores y necesidad de dormir muchas horas. "Cuando tiene episodios graves duerme 16 horas seguidas", asegura Berta. "Parezco un viejo de 80 años", se queja Miquel, que ha aprobado la ESO como el resto de sus compañeros aunque ahora saca peores notas porque se ha perdido muchas clases y cuando tiene picos de cansancio no puede estudiar.
Para mitigar el impacto emocional de la enfermedad, Miquel empezó a hacer terapia psicológica. Por el momento anímicamente está bien, pero su madre teme que estos episodios le acaben pasando factura y admite que no sabe hasta dónde aguantará su hijo. "Se marea, tiene vértigos y ningún tratamiento le funciona. Las medicaciones que nos dan no son efectivas, no sabemos qué va a pasar", dice Berta con la voz rota.
Sin tratamientos
"Por ahora no hay ningún tratamiento disponible. Hay que hacer más investigación, es fundamental cuando estás ante una enfermedad nueva como ésta en la que no puedes dar ninguna respuesta a los pacientes", sostiene Lourdes Mateu, jefe de la unidad de cóvido persistente del Hospital Germans Trias i Pujol, la única especializada en esta enfermedad en toda Catalunya. Reciben pacientes de todo el territorio, pero no dan abasto y sólo visitan aquellos que tienen los cuadros más graves.
Según el departamento de Salut, hay más de 16.000 catalanes con registro de cóvido persistente en la atención primaria. Ahora bien, Mateu asegura que es una enfermedad que afecta a un 5% de las personas que se han infectado, por lo que estima que hay unos 300.000 afectados en toda Catalunya, aunque la mayoría no están diagnosticados. "Deberían activarse protocolos y circuitos desde los CAP porque hay muchos pacientes y no todos pueden acceder a la unidad", defiende la experta. La edad media de los pacientes es de 49 años y un 65% son mujeres.
Actualmente, hay más de 2.000 personas vinculadas a la unidad de cóvido persistente. Se les hace acompañamiento psicológico y terapéutico y se les ofrece también la posibilidad de entrar en estudios con los que se busca un tratamiento efectivo. "De momento debemos tratarla como una enfermedad crónica sin cuidado, pero tengo la esperanza de que encontraremos una solución que mejore su calidad de vida", defiende la experta.
Mònica Condeminas es una de las pacientes de esta unidad. Es enfermera y, como otras muchas, se infectó durante la primera ola de la pandemia mientras atendía a la multitud de pacientes que colapsaban los servicios sanitarios del país. Desde entonces la vida le ha cambiado completamente, ya que nunca ha limpio de la enfermedad y los síntomas sólo hacen que aumentar. Ha aprendido a convivir con la fatiga, pero no quiere rendirse e intenta participar en todos los ensayos clínicos que hay. "Sin investigación no habrá cuidado, por eso me apunto a todos los estudios que puedo; para que nos puedan tratar y recuperamos nuestra vida", explica.
Síntomas diferentes
No todas las personas con cóvido persistente tienen los mismos síntomas. Algunos pueden hacer una vida más o menos normal y otros no pueden hacer nada, que tienen muchas limitaciones. Según Mateu, la fatiga es el síntoma más frecuente, pero también existen pacientes con dolores articulares, taquicardias, insomnio, afectaciones cardíacas y neurocognitivas, como niebla mental y alteraciones en la memoria. "Por ejemplo, en la unidad hay un pianista que no recuerda cómo leer una partitura o un hombre que estuvo dando vueltas en una rotonda sin parar porque no sabía por dónde iba a salir", explica Mateu.
Más de un 40% de los pacientes tienen también un diagnóstico de ansiedad, un 27% de obesidad, un 19% de depresión, un 11% de asma, un 9,9% de daños en el hígado y un 9% de fibromialgia, informa Salut. Ante este escenario, los expertos insisten en la importancia de poner mayores esfuerzos en la investigación e impulsar nuevos estudios que permitan ampliar el conocimiento de esta enfermedad. El departamento explica que sólo un 15% de los pacientes ha visto resuelta la situación, con una duración de la enfermedad media de 255 días.
La única esperanza
Carlota es otra de las pacientes que esta semana han comenzado un ensayo clínico desde la unidad de Can Ruti que evalúa la eficacia de un tratamiento contra la cóvido persistente. También es enfermera, pero lleva cinco años sin trabajar por culpa de esta enfermedad. Tenía 23 años, ya había terminado la carrera y estaba estudiando su segundo máster cuando estalló la crisis sanitaria. Se ofreció voluntaria para trabajar en un gran hospital del Instituto Catalán de la Salud (ICS) durante la primera ola de la pandemia, respondiendo así a la llamada de las administraciones que pedían solidaridad a estudiantes y profesionales jubiladas para poder atender a todos.
Se contagió trabajando y tuvo que aislarse, pero como los síntomas no desaparecían estuvo 40 días cerrada sin estar en contacto con nadie. Poco a poco empezó a mejorar, salió de casa y, finalmente, se incorporó al trabajo durante la segunda ola. Sin embargo, duró poco porque tuvo una recaída y, desde entonces, no ha hecho más que empeorar y añadir nuevos síntomas. Carlota no puede hacer esfuerzos, tiene una fatiga muy intensa, dificultades para respirar, dolor torácico, déficit cognitivo, rigidez muscular y un larguísimo etcétera que le incapacita por completo.
Aun así, ha tenido que judicializar su caso para conseguir la incapacidad permanente y, como el resto de pacientes a los que ha entrevistado el ARA para este reportaje, se siente abandonada por las mismas administraciones que le pidieron ayuda hace cinco años. "Nos sentimos solos, desamparados y atrapados en una lucha que nunca acaba y es agotadora. Estamos atrapados en tareas burocráticas y tenemos que recurrir a la vía judicial para que se nos reconozca la enfermedad profesional. Es un despropósito", lamenta. La única alternativa que tiene ahora mismo para intentar recuperar su vida es el ensayo clínico y reconoce estar nerviosa, pero también esperanzada.
"Me niego, con 28 años, a quedarme así para siempre. En el 2020 se me detuvo la vida, mis sueños y mis metas se han truncado completamente. He tenido que renunciar a mi vida profesional, pero también a la personal y de pareja", dice con resignación. Aún así, tiene claro que quiere seguir trabajando de enfermera, aunque no sabe si podrá ejercer de las especialidades en las que se ha formado. "Tengo compañeros que me dicen que quizás debería replantearlo, pero yo tengo la esperanza de volver, es mi vocación. No me lo pensé ni dos veces cuando contactaron conmigo del hospital para ir a ayudar a todo el que pudiera", añade.
Incomprendido
Otro de los puntos que tienen en común a todos los pacientes es que se sienten incomprendidos. Sara trabajaba de enfermera en uno de los principales hospitales públicos del país cuando apareció la covid-19 para darle la vuelta a todo. Se puso enferma mientras atendía a pacientes críticos en una de las unidades de cuidados intensivos (UCI) que se improvisaron para responder al gran volumen de casos que había entonces. Ya no ha vuelto a trabajar. Ella, a diferencia de muchas compañeras, ha tenido "mucha suerte" porque sí le reconocieron la incapacidad laboral por enfermedad profesional.
Ahora bien, Sara echa de menos el apoyo de otras instituciones. "Respondimos a la pandemia dando mucho más de lo que podíamos y ahora no tenemos ni el apoyo de nuestro colegio (Colegio Oficial de Enfermeras y Enfermeros de Barcelona). Solo queremos estar bien para seguir cuidando a la población", lamenta. En cambio, destaca que ella y otras compañeras afectadas pueden realizar rehabilitación y terapia inmersiva gracias a un programa del Colegio de Médicos de Barcelona y de la Fundación Galatea, y también al INA Memory Center. "Hacemos terapia para tener un mejor plan terapéutico y nos gustaría poder realizar más sesiones", explica Sara. Condeminas también arremete contra la falta de apoyo y recuerda que fueron ellas las que dieron la cara cuando la crisis sanitaria era más grave: "Muchas enfermeras nos contagiamos trabajando y ahora no se nos respeta".
Mateu reconoce que en España existe una falta de formación en cóvido persistente y que hay profesionales que todavía ponen en duda la enfermedad. "Debemos enseñarles la evidencia, debemos trabajar para que todo el mundo sepa que esta patología existe", sostiene. En otros países como Estados Unidos, Alemania o Francia, en cambio, se ha invertido mucho dinero en investigación y confía en que en el Estado se pueda revertir estos cinco años de retraso en investigación por culpa de la falta de recursos.
Mientras no aparece ningún cuidado, la familia de Miquel hace ver que todo es como antes; cuando carece de episodios de cansancio y fatiga intentan hacer vida normal. Hacen planes de cara a las vacaciones y compran entradas de conciertos con la esperanza de que su hijo pueda ir, aunque a menudo se queda en la cama. "Merece la pena perder el dinero que la oportunidad de realizar actividades juntos. Ahora, cuando lo dejas en casa durmiendo, te rompes, es muy duro", admite Berta, que se queja porque llevan cinco años luchando y todavía nadie sabe qué tiene su hijo ni cómo curarlo. Por todo ello, hace un llamamiento a la investigación para que el joven pueda recuperar la normalidad, como hemos hecho todos los demás.