Centenario de Joan Oró

'Do you get it, Mr. Joan Oró?'

El bioquímico leridano mantuvo una visión humanista de la ciencia a pesar de trabajar en el epicentro de la Guerra Fría

Pau Subirós
4 min

Cuando Joan Oró se marchó a Estados Unidos a realizar estudios de doctorado hablaba un inglés muy limitado. Al parecer, uno de sus primeros profesores solía puntuar sus explicaciones con la pregunta “You get it?”, para confirmar si los estudiantes lo estaban siguiendo, pero Oró le entendía tan poco que ni siquiera comprendía qué quería decir aquello de “You get it”.

De joven, Oró había estudiado intensamente el alemán, que en aquella época era la lengua dominante de la comunicación científica, pero cuando le había llegado el momento de ir a estudiar al extranjero, el polo de atracción inteligencia intelectual se había desplazado al otro lado del Atlántico. Así que tuvo que aprender el inglés a toda prisa, de forma bastante autodidacta, tratando de compensar las carencias lingüísticas con el conocimiento profundo que entonces ya tenía de la jerga y la notación química.

Años más tarde, en las entrevistas que concedía durante las frecuentes visitas a Cataluña, hablaba con un curioso acento que combinaba el catalán occidental con giros y construcciones propios del inglés americano de Houston. De hecho, la mente de Oró saltaba continuamente de una lengua a otra, como dejan bien claro sus libretas personales, donde anotaba con gran detalle y pulcritud los mil y un pensamientos que le hervían en la cabeza en todo momento.

Yo creo que esta amalgama de lenguas representa bien dos características fundamentales de Oró: por un lado, una capacidad de adaptarse a contextos diversos ya menudo complicados (se movía con la misma naturalidad en el obrador de una panadería de Lleida que entre un comité de expertos en la NASA); por otro, una firme determinación de que las fronteras humanas no obstaculizaran el viaje apasionado que había emprendido a través de los vastos territorios de la investigación científica. Su biografía profesional subraya una y otra vez la habilidad para establecer sinergias entre estas dos facetas.

Amistades al otro lado

Oró llegó a Estados Unidos en plena Guerra Fría, una época en la que la ciencia y la tecnología se concebían prácticamente en términos bélicos de lucha por la hegemonía mundial. Proyectos como las misiones tripuladas en la Luna estaban mucho más impulsados ​​por la voluntad de ser el primero en plantar la bandera que por ningún interés genuino en el progreso del conocimiento humano. Sin embargo, Oró supo adaptarse a este panorama siniestro con suficiente habilidad para canalizar parte de los ingentes recursos disponibles a responder preguntas –¿De dónde venimos? ¿Cómo empezó la vida?– que no estaban en el epicentro de la competencia científica entre los blogs enfrentados.

Por otra parte, a pesar de haber escalado con éxito en la élite de la ciencia estadounidense, Oró mantuvo mucho buenas relaciones con científicos del otro lado del Telón de Acero. Entre ellas destaca especialmente la profunda amistad que le unía con Alexander Oparin, fundador de los estudios sobre el origen de la vida y figura científica de primer orden en el mundo soviético. Hoy sabemos –y probablemente Oró ya sospechaba– que la frecuente correspondencia que mantenía con Oparin era monitorizada palabra por palabra por los servicios de inteligencia estadounidenses. No era habitual que científicos de su nivel mantuvieran este tipo de relaciones.

Todo ello parece demostrar que las prioridades de Oró no siempre coincidían plenamente con las del engranaje sociopolítico en el que estaba inmerso. Para él, estudiar el origen de la vida respondía a una necesidad casi existencial, no a una determinada estrategia de dominación sobre el tablero maquiavélico del poder internacional.

Una ciencia humanista

Oró nunca criticó el aparato científico estadounidense ni la estructura sociopolítica que lo sostenía (al contrario, alababa a menudo su capacidad de estimular la innovación y la investigación). Pero su concepción de la ciencia reflejaba una visión mucho más humanista que la que sustentaba la enloquecida carrera tecnológica de la Guerra Fría. Creía firmemente que estudiar el origen de la vida podía conducir a profundos cambios éticos. Según su visión, demostrar que la vida no es más que la afortunada combinación de moléculas muy simples que se encuentran por todo el Universo nos haría a todos más humildes, lo que sólo podía tener consecuencias positivas. "Lo de las razas es un cuento, en el fondo somos todos hermanos", decía a menudo en las entrevistas, mientras abogaba, como solía hacer, por mayor solidaridad internacional.

Tanto si hablaba en su catalán de Houston o en su inglés de Lleida, en las conferencias Joan Oró siempre recordaba que la Tierra, vista desde el espacio, no es más que un planeta diminuto, frágilmente suspendido en medio de la inmensidad.Para él, las lecciones que transmitía esta imagen eran claras: la humanidad debía tomar conciencia de que los recursos de que disponía eran limitados y que había que administrarlos de forma racional y cooperativa.En caso de no hacerlo así, nuestro futuro sería muy magro.Nunca le oí decir, pero no me cuesta imaginar que, después de hacer estas afirmaciones, levantara la vista hacia la audiencia y con su sonrisa socarrona, les preguntara: “You get it?

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