Una cariñena que me ha robado el corazón

"Hola, buenos días, ¿que está Anna?" La voz que me responde al otro lado del teléfono es la de una anciana, de acento pulido, con esa amabilidad innata de algunas personas que te tratan de usted, que vocalizan –y vocalizar es una manera de ser amable–. Me dice: "Anna me parece que está en el campo, y Joan quizá sea con alguna máquina". Me dice que ya me llamarán, pero estarán atareados en el viñedo.

El Celler Martí i Fabra, de la familia Carreras, está en la masía de toda la vida. Hay "documentado" el vino desde el siglo XIV. No puedo evitarlo. Debo hablarles del primer documento, la compra de un viñedo de 1305. Estamos en la Albera. En un suelo durísimo, pobre, de pizarra y granito. Las cepas crecen –y el suelo coge el calor y la lluvia– y se refrescan por la tramontana. Las viñas, como la masía, son viejas: hay ochenta y cien años. Una cepa de cien años es patrimonio cultural, como lo sería una casa de cien años, un hito en un camino, un olivo, un libro o un cuadro.

Al cabo de un rato de hablar con la matriarca, Carme, que de primer apellido se llama –claro– Viñas y de segundo –también, claro– Pastoret, me llama Clara Poch. "Soy la sobrevenida", me dice, toda simpática. "Carmen es mi suegra. Martí Fabra Carreras es mi suegro, que ya está jubilado. Y quien hace el vino es su hijo, que es Joan Fabra Vinyas, mi marido".

El vino que tenemos hoy en la copa es perfectísimo para explicar quiénes somos y para jugar. Cuando jugamos a probar, a adivinar (a fracasar alegremente), un monovarietal nos va como anillo al dedo o como vino en la copa Riedel. En este caso tenemos una cariñena cien por cien. Así, podemos pensar: ah, la cariñena tiene ese color y esa acidez y estos taninos. La podemos descubrir. Podemos, pues, quererla. Esta cariñena, una 2022 (en estas alegres páginas ya están saliendo vinos de la sequía), tiene un grado alcohólico que les sorprenderá. Un 15%. Por tanto, en el rango del WSET, el curso de vino que te lleva, si eres muy, muy estudioso, en master of wine es un grado alcohólico "alto". A partir de 13,9 lo es.

Porque esta cariñena es, pues, un "clásico" catalán, y lo digo con toda la intención. Es un elogio. Un clásico con grado, con acidez, con redondez, con envoltura. Un vino que se explica, sólo, a través de la tramontana, lleno de honestidad –por tanto, de historia–, ético y alegre, para disfrutar con un asado de los que ya no quedan, unas albóndigas con sepia, por favor, una tortilla con zumo, un entrecot con patatas fritas (qué placer). Un vino para decir: "¡Venga, hoy sí!" Un vino por decir, como Dorothy Parker: "Salud y que se pierda todo".

Un vino de hoy y de siempre, un vino que tinta la copa y los dientes, que hace salivar, que hace querer más, que explica el viento y el mar. Un vino de mar y montaña. Un vino que vale mucho más de lo que cuesta. La cariñena sola, qué gozo único de nuestro territorio. Un vino que invita al ágape, a la buena compañía, es nuestra bandera. De los mejores vinos que hacemos en casa, lo reservamos en ocasiones especiales. Un vino de fruta roja, madura, licorosa. Está presente la bota –que no domina y acompaña– y es equilibradísimo. Clara me dice: "Es una variedad muy puñetera, la cariñena, que puede tener rusticidad, pero ésta no es hiriente, al revés, es elegante". Sonrío. "Clara, no te conozco –le digo–, pero esa cariñena no hay quien le detenga y me ha robado el corazón". Me ha encantado.

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