La experiencia cinematográfica de la temporada impugna el sueño americano desde la mirada judía
Adrien Brody protagoniza 'The brutalist', en torno a un superviviente de la Xoà que emigra a Estados Unidos

'The brutalist'
- Dirección: Brady Corbet. Guión: Brady Corbet y Mona Fastvold
- 214 minutos
- Estados Unidos, Reino Unido y Canadá (2024)
- Con Adrien Brody, Felicity Jones y Guy Pearce
Cuando llega a Estados Unidos después de haber sobrevivido al campo de concentración de Buchenwald, la visión que da la bienvenida a László Tóth (Adrien Brody, en un papel en resonancia ya la altura del deEl pianista) es la de una Estatua de la Libertad cambiada e inestable. Una imagen obvia pero potentísima que anticipa de qué forma The brutalist revisa la narrativa sobre el sueño estadounidense a partir de un ángulo inédito: la del superviviente del Holocausto que tampoco encuentra en Estados Unidos una tierra de acogida. Rodado en VistaVision, un formato panorámico en desuso desde hace décadas, y estrenado en algunas salas en 70 mm (en Cataluña, en el Phenomena), el tercer largometraje como director del también actor Brady Corbet entronca con una tradición en la que también se inscriben a Paul Thomas Anderson o James Gray, cineastas actuales que toman el relevo en el Nuevo Hollywood (en filmes como La puerta del cielo de Michael Cimino) a la hora de celebrar una concepción de aires clásicos, ambiciosa y épica del cine para construir relatos sobre la naturaleza depredadora y violenta del país.
Porque en The brutalist, la escala de la imagen no es un mero capricho estético. Al fin y al cabo, estamos ante la epopeya de un arquitecto cuyo bagaje traumático va redefiniendo a lo largo de la película su relación con el paisaje en el que intenta integrarse. Un proceso que se concreta en el proyecto monumental que un capitalista multimillonario (Guy Pearce) le encomienda a Tóth, y que supondría la cristalización del sueño estadounidense: un encargo que reconoce su genio artístico y vanguardista y le proporciona los medios para expresarlo en toda su grandiosidad.
Dividida en dos partes, la primera ofrece una experiencia cinematográfica de aquellas que pensábamos que ya no podríamos disfrutar nunca más en una sala. El segundo segmento arranca con una gloriosa visita a las canteras de mármol de Carrara y culmina con una escena chocante que subraya en exceso un discurso que ya se entendía desde el subtexto. El epílogo añade una ambigüedad más innecesaria que incómoda a un filme que retrata la experiencia judía en Estados Unidos como casi ninguna otra película se había atrevido a hacer hasta ahora. ¿Estamos ante una justificación del discurso sionista o de una exposición de cómo ciertas posturas contemporáneas se apropian del dolor de sus ancestros en sus discursos sobre Israel?