Literatura

'La ruta azul': la recuperación del Sagarra más tropical

Club Editor vuelve a poner en circulación un libro emblemático, escrito a principios de la década de los 40, donde el autor de 'Vida privada' explica el viaje de boda a la Polinesia francesa

3 min
Cuadro de Paul Gauguin sobre la Polinesia pintado en 1894
  • Josep Maria de Sagarra
  • Club Editor
  • Edición de Narcís Garolera
  • 286 páginas / 22,95 euros

Cuando estalló la Guerra Civil, Josep Maria de Sagarra (1894-1961) llevaba años siendo un escritor popularísimo, sobre todo como poeta y dramaturgo. Esto no impidió que la FAI le pusiera en el punto de mira: no le perdonaban la posición social ni tampoco la vinculación con la Iglesia católica. Para escapar de la furia resentida de los faieros, Sagarra huyó a Francia con quien entonces era su promesa, Mercè Devesa. En París, la pareja se casó y, con la ayuda de varios amigos y de Francesc Cambó, partieron de viaje de luna de miel a la Polinesia francesa. Sagarra hizo la crónica de aquel viaje y la publicó, en versión castellana y censurada, en 1942. No fue hasta 1964, cuando el autor ya estaba muerto, que La ruta azul. Viaje a los mares del Sur se publicó en su versión íntegra y original catalana. Maria Bohigas, que ahora lo ha recuperado en una reedición al cuidado de Narcís Garolera, dice que este libro es "uno de los volúmenes más extemporáneos de la época, la crónica de una luna de miel oceánica mientras la guerra incendiaba el continente europeo". Así es.

La operación creativa de Sagarra, entre el escapismo y la reivindicación más o menos militante de la creatividad que no se dobla en los designios de las circunstancias trágicas, hace pensar en una observación de Robert Hughes sobre la relación que ciertos artistas y cierto arte tienen con la historia y la política . Durante la batalla de Verdun, a tan sólo un centenar de kilómetros de las trincheras y de las explosiones de los obuses, Matisse seguía creando sus pinturas exuberantes y vitalistas, llenas de una atemporalidad alzada de formas sanas y voluptuosas y de colores radiantes, y eso –apuntaba el crítico de arte australiano– no las hace mejores ni peores. En este sentido, juzgar La ruta azul en función de si nos parece bien o no la forma en que Sagarra reaccionó personal y literariamente a uno de los períodos más siniestros de la historia de la humanidad es absurdo. Al igual que es absurdo juzgar la obra sin contextualizar la soberbia civilizada y banalmente racista de la época.

Es cierto que hay pasajes de La ruta azul que parecen Tintín en el Congo con buena prosa. El libro es mucho más que eso, sin embargo. En realidad, la mirada y las observaciones de Sagarra resultan mucho más modernas de lo que podría pensarse. Pone ejemplos crueles de brutalidad colonial, desmiente tópicos y clichés (“Es falso que aquí la gente se quite y se ponga a cantar y no haga nada más en todo el día”) y deplora el comportamiento repugnante de ciertos hombres blancos que van allá como si fueran los dueños de todo: “El blanco, muchas veces, se cree en el derecho de tumbarse con la primera indígena que se le cae en la nariz, y se cree con el derecho de pegarle”. Su conclusión es: “Dicen que el trópico ensucia y desmoraliza al blanco, y se olvidan de decir que el blanco ensucia y desmoraliza al trópico”.

Un autor con una ironía perfectamente democrática

También hay que tener en cuenta que nuestro progresismo orgulloso de lectores actuales hace que celebremos la malicia ácida y caricaturesca de Sagarra cuando la aplica a los burgueses barceloneses (a Vida privada) oa los europeos excéntricos con los que viaja en barco y que, en cambio, nos incomode cuando lo aplica a los árabes argelinos, a los negros de la tripulación oa los tahitianos. Pero hay que decir, en honor de Sagarra, que él observa y describe a todos igual: la suya es una ironía perfectamente democrática. Además, ¿si para apreciar las pinturas de Gauguin no les exigimos realismo fotográfico y rigor antropológico, ¿por qué deberíamos exigirlo a Sagarra?

Y hay que decir también que La ruta azul es, a menudo, un artefacto retórico prodigioso. La exuberancia de los paisajes y de la fauna (personas y animales) de los trópicos es ideal para que Sagarra despliegue todos los recursos florecientes de su exuberancia estilística. Es un estilo de una intensidad ligera, panorámica y policromada, de un brillo a veces bonhomioso ya veces sulfúrico, de una musicalidad que te hace bailar la lengua y una plasticidad que te hace explotar la retina.

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