Literatura

Enrique Vila-Matas: "Puedes atravesar el infierno y salir de él"

Escritor. Publica la novela 'Montevideo'

Enrique Vila-Matas
01/09/2022
6 min

BarcelonaLos lectores de Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) están acostumbrados a su literatura doblemente viajera: a menudo, sus protagonistas se desplazan lejos de casa, pero el periplo que plantean es, además de exterior, interior. En Montevideo (Seix Barral), el narrador empieza recordando unos años en París –con la intención de escribir un ensayo sobre el estilo literario– y poco después, en un congreso en Cascais, se da cuenta de que no sabe cómo continuar. ¿De qué manera podrá huir de su bloqueo creativo? La novela ofrece una respuesta ingeniosa, juguetona y profunda a esta pregunta, entrelazando literatura, arte y vida.

En este nuevo libro, Montevideo no es únicamente una ciudad, sino "un estado de ánimo". También es el lugar donde renace creativamente su narrador.

— La última vez que fui fue en 2017, durante la gira de Mac y su contratiempo. Después de Buenos Aires y Santiago de Chile pasé por Montevideo. Pedí visitar solo dos lugares. Uno era la Torre de los Panoramas, desde donde Julio Herrera y Reissig cambió el curso de la poesía latinoamericana. El otro era el Hotel Cervantes.

Este hotel le llama mucho la atención por una de las habitaciones, la 205.

— Es el escenario de un cuento de Julio Cortázar que me gusta mucho, La puerta condenada. Un hombre llega a la habitación 205 y desde allí oye a un bebé llorando, a pesar de que le han dicho que aquella habitación la ocupa una mujer sola. El hombre descubre una puerta camuflada detrás un armario y al cabo de unos días de oír al bebé de madrugada empieza a picar a la puerta secreta e imita su llanto. El día siguiente escucha que la mujer explica al gerente del hotel que se va. Cuando se hace de la noche vuelve a oír cómo llora la criatura. Entonces se da cuenta de que la mujer hacía bien en consolarla.

En la novela, el protagonista vive situaciones divertidas y terroríficas.

— Beatriz Sarlo, la gran crítica argentina, afirmaba en un ensayo que la puerta secreta de la habitación 205 del cuento de Cortázar era el punto de unión entre realidad y fantasía. Me pareció que era un buen motor de investigación para la novela. Fue por eso que quise visitar aquella habitación yo mismo.

¿Y cómo fue?

— El personal del hotel ignoraba que Cortázar había escrito un cuento a partir de una estancia que había hecho. Me fui un poco enfadado y a través de internet comprobé que no me equivocaba.

Aquella experiencia real empezó a mutar hacia la ficción, entonces.

— Puedes decir y hacer lo que quieras, en una novela, así que quise instalar al personaje en la habitación 205. Encuentra una puerta como la que sale en el cuento y se decide a abrirla. Cuando lo hace accede a un espacio de terror, un territorio que hasta ahora no había explorado nunca en ninguna novela. Mientras lo escribía no me daba cuenta. Sin saberlo me estaba adentrando, como diría Alfred Kubin –precursor de Kafka–, en la otra parte, un reino desconocido de esta tierra.

Tenía la novela casi acabada hace más de un año, pero ha tardado en salir por culpa de un problema de salud inesperado.

— Tuve una crisis renal y me tuvieron que trasplantar un riñón. Por suerte me lo pudo dar mi mujer. Fue el invierno pasado. Ahora ya estoy mejor, a pesar de que el proceso de recuperación está siendo largo. Mientras me iba recuperando en casa volví a Montevideo y fui completando fragmentos. Los ampliaba sin traicionar el espíritu original. Me divertí mucho. Diría que el libro ganó profundidad después de lo que había pasado.

Buena parte de la novela transcurre en habitaciones cerradas: o bien la del antiguo Hotel Cervantes o bien la de la instalación que una amiga del narrador, Madeleine Moore, monta en el Pompidou de París. Solo él tiene la llave y, cuando entra, encuentra el infierno.

— Puedes atravesar el infierno y salir de él. La inteligencia sirve para huir de las situaciones más complicadas. Solo hay que encontrar un pequeño agujero, como dice el padre del narrador. Este es el reto de cada libro: siempre me coloco en lugares que parecen callejones sin salida, se trata de encontrar el lugar por donde continuar.

Juega con la idea de la habitación propia de Virginia Woolf, pero la suya no es ningún refugio.

— Dentro de la habitación pensada por Moore, el narrador tiene que escuchar una selección de lo que ha dicho o escrito. No sabemos si ella lo hace para fastidiarlo o con la intención de que intente escribir menos a partir de entonces... y él piensa en un mal momento que pasó en Bogotá. Se inspira en una anécdota real. Pasé unos días del siglo pasado, durante un estado de asedio. Daba miedo, porque la policía iba casa por casa, censando a la gente. Todo el mundo se tenía que quedar allí dentro, incluso la gente de una misma familia que se odiaba.

¿Qué fue a hacer a Bogotá?

— Hacía de jurado de un premio literario. Cuando llegué, los otros miembros del jurado me dijeron quién ganaba y yo me reboté, ¡todavía no habíamos deliberado! Me pareció corrupto y así se lo dije a la prensa. Al cabo de poco me llamaron de México para hacer de jurado de otro premio. Querían que fuera el miembro anticorrupción del jurado.

Dentro de la instalación, el protagonista está simultáneamente en tres lugares: Bogotá, Sankt Gallen y París.

— Eres el único que lo ha visto, de momento. Era un reto de montaje, conseguir que el lector estuviera, como el personaje, en tres lugares a la vez, sin que yo como autor perdiera el control.

Su narrativa ha explorado los límites de la escritura en libros como Doctor Pasavento [2005] y Bartleby y compañía [2000]. Si en esta última novela hablaba sobre varios autores que dejaban la literatura, en Montevideo el proceso es el inverso: hay un regreso a las ganas de escribir. La palabra clave de Bartleby era no, aquí me parece que es .

— Cuando narras tienes que pensar también en lo que dejas de narrar. Por eso a veces he tenido el impulso de destruir o de arruinar aquello que tanto me gustaba. Recuerdo que una vez, hace muchos años, un día me sentía tan feliz que pensé que me suicidaría. Aquella felicidad extrema me podía llevar a cometer un gesto desesperado. Durante mucho tiempo sentí atracción por el no. Ahora, el preferiría no hacerlo del relato Bartleby, el escribiente, de Herman Melville, se ha convertido en un cliché. Esta frase me ha perseguido durante mucho tiempo.

¿Se ha conseguido liberar de ella?

— He pensado que una manera de quitármela de encima era ironizar sobre ella en esta novela. Tengo la costumbre de reírme de todo lo que he hecho. Es el primer paso para poder reírme del resto.

Hay, también, comentarios mordaces sobre autoficción.

— Desde El mal de Montano [2001] abrí un diálogo sobre la autoficción. En cada novela mi narrador es un avatar diferente: esto escribía Álvaro Enrigue en un artículo hace poco, y estoy muy de acuerdo con ello. Ahora mismo se usa la etiqueta de autoficción para despreciar o insultar un libro. Yo no lo veo como un género, es un invento francés del siglo pasado. No puedes reflejar la realidad como un espejo en un texto, cuando lo ordenas con palabras das una forma concreta. Por un lado, está la realidad y, por el otro, la literatura. A veces, vida y literatura se confunden, pero son paralelas.

En Montevideo explica que ningún autor acaba de entender qué pasa dentro de él cuando se pone a escribir.

— Sea lo que sea que pase, que en algunos momentos se ha definido como inspiración, no viene de fuera, sino de dentro de uno mismo. Esta es una de las maravillas de escribir. Descubres cosas que no sabías que pensabas.

¡El protagonista descubre arañas!

— Transmiten un miedo ancestral. Y también se han asociado a la locura. El protagonista empieza viendo arañas muertas y al final encuentra una viva.

Es una novela con muchos símbolos, seguro que haría las delicias de un psicoanalista.

— No he leído mucho sobre psicoanálisis, pero he tenido tendencia a interpretar todo lo que me pasa. A veces las conclusiones que saco son extrañas y esto desconcierta a la gente. Cuando tenía 16 años mi padre me llevó al psicoanalista. El hombre me pidió que hablara y empecé a explicar cosas, hasta que me dijo: "¡Para! ¡Aquí, el que interpreta soy yo!" Mi padre le preguntó cuánto tiempo tendría que hacer terapia y el psicoanalista contestó que cinco años. Calculó cuánto le costaría y lo dejamos pasar.

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