

BarcelonaLo siento, no se me ha ocurrido un titular mejor para este breve artículo. Es el sentimiento que tengo cuando después de cada jornada de Liga, de cada eliminatoria de Copa o de cada partido de Champions se me llena la cronología con vídeos y capturas de entradas no sancionadas, otras que sí, líneas de fuera de juego, presuntos agravios comparativos, declaraciones que insinúan manos negras y toda una serie de reproches relativos al trabajo de los árbitros de fútbol. Los algoritmos se alimentan con estas polémicas y las principales cabeceras deportivas, necesitadas de audiencia, caen en ello de cuatro patas y se dejan llevar por la generación de opiniones basadas en la interpretación de bufanda y sobre todo en la sospecha.
Sospecha, sí. Porque la mayoría de críticas que señalan presuntos robos aquí y allá lo hacen sin ninguna prueba más allá de la constatación gráfica de errores de personas que un día perjudican a unos y benefician a otros y al día siguiente todo lo contrario. Con y sin VAR, los árbitros fallan igual que un delantero el sábado hace gol y el miércoles manda el balón a las nubes. A falta de pruebas que demuestren que los árbitros favorecen o perjudican premeditadamente, se dispara a discreción con datos de penales a favor y en contra, concesiones o agravios arbitrales con incidencia en resultados negativos. Argumentos fundamentados, en definitiva, en la interpretación humana de un reglamento. Demasiado ruido para tanto vacío.
Pero lo peor no es que la sospecha arbitral se haya convertido en la gasolina preferida de las tertulias deportivas. La guinda cínica llega cuando quien toma esa bandera es el Real Madrid, el dueño del relato estatal, una entidad deportiva con el altavoz de todo un país a su servicio. Mal acostumbrado a controlarlo todo, su presidente, Florentino Pérez, quiere también un estamento arbitral a medida. No contento con la presión que históricamente se ha ejercido desde el Bernabéu sobre los colegiados, se atreve ahora a decir que la competición está adulterada porque un jugador del Espanyol no fue expulsado en un duelo que su equipo, muy afectado por una planificación precaria de la que él es responsable, casualmente perdió.
Legitimado por el caso Negreira, una vergüenza que el barcelonismo arrastrará durante décadas, Florentino tapa miserias declarando la guerra a los árbitros. Palabras gruesas, lágrimas abundantes, ausencia de pruebas, victimismo y populismo. Al menos Joan Laporta, tan hooligan como su homólogo blanco, da la cara cuando tiene que llorar porque no le han pitado un penalti. ¿O no recuerdan sus palabras tras declarar como investigado por presunta estafa? Pereza, mucha pereza.