El 'anime' ya no es de frikis: es revolucionario
Las protestas de la generación Z en Nepal y en Indonesia han convertido la bandera de la serie japonesa 'One Piece' en símbolo de resistencia
En Katmandú, entre las nubes de gas lacrimógeno, cientos de jóvenes levantan una bandera pirata con un sombrero de paja, símbolo de la tripulación protagonista de la serie de dibujos animados One Piece. En Yakarta, camioneros, estudiantes y artistas desafían al gobierno con el mismo símbolo. Lo que empezó como una serie japonesa sobre piratas se ha convertido en un emblema global de resistencia política. La cultura popular, a menudo menospreciada como entretenimiento ligero, se ha filtrado en el terreno de la protesta y la disidencia. Como explica la investigadora Alba Torrents, profesora lectora en la facultad de Estudios de Comunicación de la UAB y experta en series de animación japonesa "l'anime se ha convertido en un lenguaje cultural global: ya no es sólo un producto de entretenimiento japonés, sino un espacio compartido en el que las nuevas generaciones proyectan valores, emociones e imaginarios comunes". corrupción. Camioneros, estudiantes y artistas empezaron a izar el icono pirata como símbolo de unidad y desafío ante el gobierno. Su difusión fue fulgurante: en pocos días, la Jolly Roger (que es el nombre tradicional que recibían las banderas piratas, normalmente con un fondo negro y una calavera con huesos cruzados) pasó de las redes sociales en las calles, hasta el punto de que algunas autoridades la calificaron de amenaza a la unidad nacional. Pese a intentos de censura y advertencias oficiales, la bandera se consolidó como lenguaje compartido de disidencia y creatividad política.
En Nepal, el símbolo tomó protagonismo a principios de septiembre, cuando el gobierno impuso un bloqueo de redes sociales en medio de un clima generalizado de descontento por la corrupción. Las protestas lideradas por la generación Z se concentraron en Katmandú, y la respuesta policial –con gases lacrimógenos, cañones de agua y balas de goma– sólo hizo crecer la movilización. En medio del caos, la Jolly Roger de los Sombrero de Paja emergió como señal de libertad y resistencia: un icono compartido que permitía reconocimiento mutuo entre desconocidos y una manera rápida de decir "estamos aquí". El gobierno acabó levantando la prohibición y cayó el ministro del Interior. Elanime había entrado, literalmente, en la política.
Para entender como un símbolo deanime puede llegar a tener esa potencia, es necesario mirar atrás. En los años noventa y primeros dos mil, elanime era percibido como un producto friki o marginal fuera de Japón, a pesar de fenómenos puntuales como Dragon Ball o Pokémon. En Cataluña, TV3 fue pionera en incorporarlo a la televisión pública, creando imaginarios compartidos potentes entre los niños de la época y normalizando su consumo. Como recuerda Torrents, "quienes crecimos con Dragon Ball lo hacíamos en un contexto sincrónico y colectivo. Era casi un ritual comunitario muy vinculado a la televisión generalista". Aquel modelo sincrónico producía un relato compartido muy homogéneo, que hoy contrasta con la fragmentación digital.
En las últimas décadas, el escenario ha cambiado radicalmente. La economía de plataformas y las redes sociales han globalizado laanime y han alterado la forma de consumirlo. "La generación Z ha crecido en un ecosistema digital y transnacional", explica Torrents. "Gracias al estríming y en las redes sociales pueden ver My Hero Academia o One Piece cuando quieren y participar en comunidades globales en Twitch, TikTok o Reddit. No sólo las miran, sino que las comentan, las remezclan y las convierten en memes, hacen arte o vídeos de análisis". Esta nueva relación —activa, participativa y global— ha convertido laanime en un espacio compartido de producción cultural, donde los símbolos circulan libremente y pueden ser reapropiados con nuevos significados.
El paso de la cultura pop a la política también tiene que ver con la afectividad. Muchos jóvenes establecen intensos vínculos emocionales con personajes y mundos de ficción; cuando estos universos se convierten en repertorios compartidos, pueden atravesar el espacio privado y ocupar el espacio público con naturalidad. La bandera de los Sombrero de Paja funciona como condensador de ideas simples, pero potentes —libertad, amistad, resistencia—, y al mismo tiempo como código de reconocimiento entre comunidades transnacionales que se movilizan y organizan en tiempo real.
El caso de Katmandú y Yakarta es paradigmático: lo que era un elemento de una cultura juvenil se ha convertido en una herramienta para articular disidencia colectiva en contextos políticos muy diferentes. A diferencia de generaciones anteriores, que a menudo consumían anime con cierta carga de estigma, la generación Z le ha incorporado como parte estructural de su universo simbólico. Figuras, banderas o frases deanime se convierten en repertorios comunes que atraviesan fronteras lingüísticas y geográficas. Lo que une a estos jóvenes no es sólo la afición por una serie, sino una gramática visual compartida que puede activar complicidades, afectos e incluso movimientos políticos.
Límites y riesgos del fenómeno
Al mismo tiempo, este fenómeno abre preguntas sobre los límites y riesgos: ¿hasta qué punto la mercantilización global puede neutralizar la fuerza simbólica? ¿Puede la estética desplazar el contenido político? Hasta ahora, la creatividad de los fans y la capacidad de autoorganización han demostrado que es posible reapropiarse de símbolos comerciales para dotarlos de un sentido colectivo y emancipador. Alba Torrents cree que este proceso todavía está en expansión: "Estamos ante un lenguaje cultural en constante transformación, que las nuevas generaciones adaptan y resignifican a una velocidad que las instituciones aún no han sabido entender del todo.
El cambio de percepción es también económico e industrial. Elanime ha pasado de nicho a mercado global, con cadenas de producción deslocalizadas, y plataformas que estrenan series a la vez en múltiples países. Por ejemplo, hace unos años sería imposible ver un estreno en los cines de un anime como el de Kimetsu no Yaiba, que ha tenido un éxito espectacular en taquillas, generando más de 1.000 millones de dólares en recaudación. "Este tipo de eventos son una prueba clara de hasta qué punto el consumo de anime se ha normalizado y ha ganado visibilidad en todo el mundo", apunta Torrents.
Este entorno ha ensanchado público y ha roto el viejo estigma: decir "me gusta elanime" ya no es confesión de friquismo, sino una declaración cultural compartida por actores, deportistas y creadores de todas partes. En Cataluña, la apuesta temprana de TV3 sembró un hábito que hoy se retroalimenta con el consumo digital y las comunidades de fans.
También existe un factor generacional que explica la velocidad del fenómeno. La generación Z no sólo es consumidora; es productora constante de significado. Clips, ediciones, cosplay, fanfiction y lecturas políticas circulan con una facilidad inédita. Cuando un símbolo como la Jolly Roger de los Sombreros de Paja aparece en una protesta, no hace falta traducción, ya que miles de usuarios han compartido previamente imágenes, chistes e interpretaciones. Esto reduce el coste de entrada simbólico y convierte a la bandera en un lenguaje común, inmediatamente legible.
En este marco, elanime actúa como puente intercultural. Sus historias de perseverancia, comunidad y justicia resuenan en sociedades muy distintas, y ofrecen un repertorio ético flexible que cada contexto reinterpreta. Cuando en Yakarta se levanta la Jolly Roger contra una regulación percibida como injusta, o en Katmandú se rechaza la censura digital, no se está invocando una identidad japonesa cerrada, sino una constelación de valores que los jóvenes han hecho suya y que pueden proyectar sobre conflictos locales.
Esta plasticidad, sin embargo, no es ilimitada. El riesgo de banalización siempre existe, y la posibilidad de convertir la protesta en merchandising o en gesto estético sin consecuencias es muy real. Sin embargo, los acontecimientos de Indonesia y Nepal apuntan a otra dirección: el uso colectivo y persistente del símbolo ha ido acompañado de organización, demandas concretas y efectos políticos reales. La bandera no es un fin; es una interfaz entre efecto y acción. Hoy, lo que algunos despachaban como "dibujos" es un sistema potente de signos capaz de articular comunidades y, si es necesario, hacer frente al poder. Y es que como apunta Torrents: "Cuando son los ciudadanos quienes les hacen suyos para expresar demandas colectivas, el símbolo no se banaliza, sino que gana una nueva dimensión política".