Los peajes: historia de un fracaso colectivo

La opacidad y la penalización en algunos territorios han condenado un modelo que puede tener sentido económico y medioambiental

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El peaje de Martorell, en una imagen de archivo.

El 31 de agosto de 2021 pasará a la historia como el día D de los peajes en Catalunya. El levantamiento de barreras históricas como las de la AP-7, la AP-2, la C-32 y la C-33 parece a priori una gran noticia para los malogrados conductores catalanes, seguramente los más penalizados de España por estas tarifas. Pero es algo más complicado. Los peajes han arrastrado durante décadas muy mala imagen por un cúmulo de prácticas cuestionables, unas prácticas que han perjudicado la consolidación de un modelo –el del pago por el uso de las autopistas– que tiene sentido económico y medioambiental, y cada vez más.

El primer pecado original de los peajes es que no se pensaron de manera homogénea para toda España, sino que se concentraron en algunos territorios, fundamentalmente Catalunya, el País Vasco y el País Valenciano, a pesar de que también ha habido algunos casos fuera de estos territorios. El segundo es que la AP-7, la gran autopista de peaje de España, principal símbolo de este modelo de negocio, ha sido una fuente de beneficios bestial. La opacidad con la que se han negociado los contratos ha generado una sensación de agravio y ha impedido un debate razonable sobre el modelo de movilidad. Los peajes pueden tener sentido (igual que pagamos para usar las vías de tren o el espacio aéreo, ¿por qué no las carreteras?), pero tiene que haber un mínimo de coherencia, transparencia y de reparto territorial. Unos criterios que no han existido hasta ahora en el caso de las autopistas españolas.

El ejemplo de la AP-7 es el más adecuado. La construcción y explotación de esta autopista, pionera en España, se adjudicó en 1967 (junto con la C-32, Montgat-Mataró, inicialmente) para 37 años "improrrogables", según se detallaba en el contrato. Esta fue la primera condición que no se cumplió, pero han pasado más cosas extrañas, tal y como explicó el ARA en un extenso reportaje hace dos años, y que se pueden resumir en estos puntos:

  • El contrato obligaba a los ganadores del concurso (liderados por el banco catalán Bankunión) a financiar al menos la mitad de las obras con dinero extranjero, atendida la escasez de dinero que había en España. Para compensarlo, el gobierno franquista adquirió un compromiso carísimo: tres cuartas partes de estos fondos extranjeros estarían blindados con un tipo de cambio determinado. Con el paso de los años esto acabó suponiendo una factura altísima para las arcas públicas, de la orden de unos 2.300 millones de euros (cifra actualizada con el IPC de este periodo), por culpa de las devaluaciones que iba sufriendo la peseta. El coste para el Estado, por lo tanto, fue casi idéntico a los 2.400 millones de euros (cifra actualizada, también) que pagó Bankunión para adjudicarse el contrato.
  • Las prórrogas del contrato no tuvieron ninguna transparencia. La AP-7 vencía en 1998 (el tramo Tarragona-Valencia) y en 2004-2005 (el tramo Tarragona- la Jonquera). El gobierno español aceptó alargarlo hasta 2016 a cambio de solo 429 millones de euros de hoy en día. Una cifra irrisoria teniendo en cuenta los beneficios que generaba Acesa cada año. "La prórroga se hizo sin concurso público. Hoy en día ya no se puede hacer un pacto de estas características", admiten desde la compañía. Para acabarlo de redondear, esta inversión se financió con unas obligaciones (deuda) que tenían un trato fiscal especial: los compradores se podían deducir el 95% de los intereses generados. Una nueva ayuda pública. Todavía hubo una nueva ampliación del contrato. Fue en 1998, cuando el gobierno del PP aceptó alargar el vencimiento hasta 2021 (en el caso del tramo Tarragona-la Jonquera de la AP-7) a cambio de una rebaja de tarifas en los peajes y de unas inversiones irrisorias (de tan solo 19 millones de euros actuales). A partir de entonces los beneficios de Acesa no solo no bajaron sino que siguieron creciendo.
  • Todo ello ha sido un gran negocio, especialmente para La Caixa, que con el paso del tiempo se quedó Acesa. Seguramente nunca ha hecho un negocio más redondo: tan solo invirtió unos 400 millones de euros en acciones de Acesa y, a cambio, esta compañía (alimentada muy fundamentalmente por los beneficios de la AP-7) le aportó 5.747 millones de euros en dividendos hasta 2018, cuando se la vendió. Es decir que La Caixa multiplicó por 14 su inversión inicial.

La percepción de irregularidades generó un descontento popular cada vez más grande e incluso un problema político para la compañía (que desde 2003 se había convertido en Abertis), puesto que muchos partidos se enfrentaban con ella abiertamente. Paradójicamente, y haciendo de la necesitado virtud, la empresa supo convertir el riesgo en oportunidad: Abertis consideró que poniendo todos los huevos en la misma cesta (los peajes) se la jugaba demasiado y empezó a diversificar el negocio. Gracias a los beneficios de la AP-7 financió una expansión hacia el negocio aeroportuario, los parques logísticos, las torres de telecomunicaciones... Los peajes proveyeron el dinero necesario para poder hacer esta expansión "sin tener que pedir dinero a los accionistas", como recuerdan en la compañía.

El problema reputacional, sin embargo, no desapareció: los pecados originales de los peajes hicieron que Abertis no fuera nunca muy bien valorada por el gran público. Para aplacar los ánimos, Abertis también aceptó en 2006 ampliar con un tercer carril algunos tramos de la AP-7 en Girona y Tarragona sin prorrogar la concesión todavía más. Desde la compañía lo veían como un gesto, sin embargo, lógicamente, nadie lo valoró mucho.

Este caldo de cultivo vició el debate, quien sabe si por siempre jamás. Abertis vio cómo a España se le cerraban las puertas de las carreteras (los gobiernos españoles se negaron a poner más peajes, y los antiguos han ido venciendo). También se le cerraron las de los aeropuertos (Mariano Rajoy se negó a privatizar la gestión del aeropuerto de El Prat, para la que Abertis se había preparado en cantidad suficiente y que el gobierno del PSOE ya había encarrilado, y esto empujó la empresa, finalmente, a venderse el negocio de aeropuertos).

Abertis, de ser un coloso a estar a la venta

La Caixa acabó perdiendo interés en Abertis y la empresa acabó vendida a una alianza entre la ACS de Florentino Pérez y los italianos de Autostrade. En resumen, Catalunya dejó escapar una gran empresa. A pesar de que hoy en día sigue teniendo la sede operativa en Barcelona, sus amos están fuera y han financiado la compra descapitalizando la propia compañía. Además, no son pocos los rumores de un posible troceo del negocio que, de facto, haga desaparecer el coloso que existía hace una década. Por suerte, ha sobrevivido el negocio de telecomunicaciones, que hoy se agrupa alrededor de Cellnex, seguramente la gran empresa más pujante que tenemos hoy en día en nuestro territorio.

Pero por el camino no hemos abordado correctamente el debate sobre los peajes. En la situación actual, cuando el sector público no tiene dinero para nada y el déficit está disparado, no tiene mucho sentido gastarse dinero de todos en el mantenimiento de autopistas por las que transita medio Europa, como es el caso de la misma AP-7. Mejor priorizar el gasto social, por ejemplo. El peaje, además, regula la afluencia: en los tramos donde ya se han levantado las barreras el tráfico se ha disparado, y especialmente el de los camiones, como reveló este diario.

La sede de Abertis en Barcelona.

Eso sí, con transparencia y claridad. Y con unos peajes mucho más bajos: una vez está pagada la obra, el peaje solo tiene que servir para cubrir el mantenimiento.

El gobierno español quiere (¡ahora sí!) generalizar el peaje en toda España. El debate nos llega tarde en Catalunya, tras décadas de pagar más que nadie y habiendo perdido una gran compañía a nivel mundial, de las que, desgraciadamente, no vamos sobrados.

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