Diana de Gales continúa bailando 25 años después
La trágica muerte de la "princesa del pueblo" cambió la monarquía británica para siempre... o casi
El 31 de agosto se conmemora un cuarto de siglo de la muerte de Diana Spencer en un accidente de tráfico en París. Este es el relato inverso de la vida de la que fue la mujer del heredero Windsor, el gran show mediático de finales del siglo XX que atrajo y mantuvo a la audiencia enganchada. Lady Di lo cambió casi todo, pero, al fin y al cabo, todo ha continuado igual.
Epílogo:
Elton John, entonces y ahora
Elton John une simbólicamente dos fechas muy relevantes para la casa de los Windsor: el 6 de septiembre del 1997 y el 4 de junio del 2022. Prácticamente veinticinco años de diferencia que marcan la distancia entre el rechazo a una muy estirada reina Isabel II y el perdón de todos los pecados –que no deben de haber sido pocos en 96 años de vida– a raíz de las celebraciones del Jubileo de Platino de la monarca los últimos días de la pasada primavera. En las dos ocasiones, el cantante, amigo personal de la llamada pomposamente y demagógicamente “princesa del pueblo”, que había conocido en 1981, poco antes de la boda con Carlos de Inglaterra, tuvo un papel destacado. Al final, la supuesta transgresión vital de Elton John ha acabado siendo, también, una coartada más para la renovada operación de blanqueo de la monarquía británica. Como de costumbre, gana la banca.
En la primera intervención, Elton John actuó durante el funeral de Lady Di en la abadía de Westminster. En directo, y tocando el piano, interpretó una versión de la famosísima canción Candle in the wind, escrita originalmente como homenaje a Marilyn Monroe el 1973. El compositor Bernie Taupin y John hicieron una letra ad hoc para la triste ceremonia de despedida de Diana de Gales. En la segunda ocasión, míster Rocket Man apareció en un vídeo proyectado sobre la fachada principal del palacio de Buckingham la noche del concierto del Jubileo. Cantó Your song para la reina. Aquella noche, todo era fachada.
Antes de empezar, Elton John –que ya había participado en las ceremonias de los jubileos de oro, el 2002, y en la del de diamantes, el 2012– hizo llegar un mensaje a Isabel II. decía: “Majestad, felicidades por los increíbles 70 años como nuestra monarca gobernante. Ha sido un viaje increíble para vos y habéis sido una parte muy importante de mi vida desde que era pequeño hasta la actualidad. Quería grabar algo para vos en un lugar que os gustara. Así pues, estamos aquí, en el salón rojo del castillo de Windsor. Pensé que sería el lugar ideal para rendir homenaje a vuestro increíble reinado, gracias”.
Reconocimiento total, sin duda, pero algo menos de lirismo kitsch que en las palabras dedicadas a Diana cuando le cantó: “Adiós, Rosa de Inglaterra / Que crezcas en nuestros corazones/ Fuiste la gracia que te pusiste/ Donde se rompieron tantas vidas/ Llamaste a nuestro país/ Y a los que sufren los aligeraste, susurrándoles / Ahora perteneces al cielo/ Y las estrellas escriben tu nombre”.
La memoria de las estrellas, sin embargo, es fugaz, como la luz que emiten y que cuando la vemos ya no existe. Es un espejismo, una ilusión. Veinticinco años después de su muerte, Diana también empieza a serlo. La mujer que osó desafiar desde su propio privilegio las reglas mafiosas de la Firma–como llama la prensa británica a los Windsor–, acabó chocando contra la realidad la noche del 31 de agosto del 1997, en el túnel del Puente del Alma de París. perdió la vida y ganó la inmortalidad. Como James Dean. Ningún gran negocio, sin embargo. Solo tenía 36 años.
Un cuarto de siglo más tarde, la reina, la abuela del pueblo, ocupa la constelación que Diana había hecho suya, quieras que no. La princesa es, solo, un recuerdo molesto para los Windsor. Poco más que la estatua de bronce comisionada por sus dos hijos, Guillermo y Enrique, que se levanta en Sunken Garden, en Kensington Palace, su residencia oficial después de que se divorciara de Carlos de Inglaterra el 1996, pasados cuatro años de la separación oficial a todos los efectos.
Capítulo III:
El accidente y la reacción popular
En el Reino Unido se acostumbra a decir que la muerte de Diana fue tan impactante como el asesinato de John Fitzgerald Kennedy. Los babyboomers y los integrantes de la generación X hablan en los mismos términos –“¿dónde estabas cuando supiste del accidente?”– como más de treinta años antes lo hicieron los que habían nacido con el inicio de la Segunda Guerra Mundial sobre el magnicidio de Dallas. O como los mismos miembros de la generación X hablarían cuatro años más tarde de los atentados del 11 de septiembre del 2001.
El titular de la primera página del Herald Tribune del 1 de septiembre del 1997 fue altisonante: “El mundo llora la princesa del pueblo”. Se esté o no de acuerdo con la definición, es innegable que la intervención de Tony Blair fue una pieza maestra de la comunicación política, también o especialmente porque no hizo ningún esfuerzo para esconder las emociones. Todo lo contrario que la reina, una mujer de hielo para quien la muerte de Diana fue, sobre todo, una engorrosa tormenta de final de verano que casi acontece un terremoto.
Entre otras palabras, Tony Blair dijo: “Me siento como todo el mundo hoy en este país: completamente destrozado… Hoy somos una nación en estado de choque… Era un ser humano maravilloso y cálido… Su propia vida a menudo estuvo tristemente tocada por la tragedia… Ella nos revelaría a todos la profundidad de su compasión y su humanidad. Sabemos cómo de difíciles fueron las cosas a veces para ella. Estoy seguro que solo lo podemos adivinar, pero la gente de todas partes, no solo aquí en el Reino Unido, en todas partes, tuvo fe en la princesa Diana. Les gustaba, la querían. La gente la consideraba una persona más; era la princesa del pueblo. Y así es como permanecerá en nuestros corazones y en nuestros recuerdos para siempre…”.
Es relevante tener presente el epílogo de esta historia –la intervención de Elton John en homenaje a Isabel II– porque lo que quedó en evidencia durante la semana que transcurrió entre el accidente y el funeral es que “el estado de ánimo se volvía realmente en contra de los royals”, como escribió el entonces director de comunicaciones de Blair, Alastair Campbell, según queda reflejado a sus dietarios (4 de septiembre de 1997: The Blair Years). “Pero tenía que haber mayores anuncios para llenar el vacío y también los royals tenían que ser más visibles. En un mundo ideal, habrían vuelto pronto a Londres y se habrían mezclado con la gente”. Esta última frase, incluida también en la entrada del 4 de septiembre, avanzaría lo que veinticinco años después constituiría toda una sorpresa durante la celebración de la primera jornada del Jubileo de Platino: el paseo de Carlos y Camila entre el pueblo, un hecho del todo inusual para el heredero, quizás una lección más de aquellos días del 1997 que cambiaron para siempre la relación de la monarquía con la sociedad británica y con los medios de comunicación. O casi.
Montañas de flores a las puertas del Palacio de Buckingham, montañas de flores a las puertas del de Kensington, los británicos, tan poco acostumbrados a exudar emociones, según el tópico, corrieron a abrazar el dolor y a expresar como nunca antes un sentimiento de orfandad. De repente, una figura que había formado parte de la iconografía nacional desde el 1981 se desvanecía en las más trágicas circunstancias. La muerte la hacía eterna. Pero había unos culpables de la tragedia a los cuales maldecir: la prensa sensacionalista, los paparazzi , los editores que ofrecían lo que no estaba escrito por unas imágenes, las que fueran, de la princesa.
La penitencia que pagaba la sociedad británica estaba en el origen del pecado: la adoración por la prensa sensacionalista y la impunidad de los grandes señores de Fleet Street, másteres de un universo acostumbrado a negociar con la vida de los otros. Es un pecado que, modernamente, venía de tres décadas atrás y que se anclaba en una tradición que se remonta mucho más allá: un mínimo de dos siglos. A finales de la década de 1960, el magnate de los medios de comunicación australiano Rupert Murdoch entró en la industria de la prensa británica y compró The Sun. Sabiendo que el diario, con pocos recursos, no ganaría a los competidores con un periodismo riguroso, se centró en el sensacionalismo. A medida que la población miraba cada vez más la televisión, The Sun fijó su atención en la vida de los actores y famosos tanto dentro como fuera de la pantalla. El contenido de los artículos se desplazó hacia una fascinación por la vida sexual y amorosa de estos famosos. Otros diarios siguieron el ejemplo, incluido The News of the World, que cerró el 2011 a raíz del escándalo de la piratería telefónica como forma de obtener noticias.
En el fondo, hay un sustrato enormemente clasista en esta actuación de los magnates de la prensa. Los grandes medios se benefician de la necesidad de entretener, y se sirven de la mejor carne posible para atraer a las fieras: en aquellos momentos, años ochenta y noventa, Diana de Gales. Este ecosistema informativo enfermizo es el mismo contra el cual, más de veinte años después, se rebelará el hijo pequeño de Diana, Enrique, una rebeldía después de toda una vida de privilegio, que quiere seguir manteniendo, haciendo de la rebeldía sin riesgos negocio y razón de ser. Todo ello se había originado en el siglo XVIII, cuando los diarios tabloides empiezan a ganarse la fama de groseros y divertidos. Y la tradición más la visión de Murdoch del negocio es lo que en buena parte explica o da contexto al ascenso, glorificación, desgracia y muerte de Diana de Gales, la primera instagramer e influencer del mundo mucho antes de que existiera Instagram y que los influencers se ganaran la vida vendiendo su mercancía más íntima.
Capítulo II:
Construcción y deconstrucció de los mitos
¿Cuándo nace el mito? ¿Mito o industria, sin embargo? ¿Construcción o deconstrucción? ¿De qué, exactamente? ¿De la princesa rebelde, de la “princesa del pueblo”, o de una muy estirada monarquía británica, de cejas altas y alejada de la sociedad? Porque a medida que nace el mito de Diana, el que también se va deshaciendo, como un terrón de azúcar amargo y agrio, es el de la familia real. La tradicional. Y por eso, porque lo entienden, abren los brazos a Kate Middleton y más tarde a Meghan Markle, si bien la actriz les acaba aguando la fiesta. Es el fantasma de Diana, sin duda, que como el de la Rebecca de Hitchcock pesa como una losa.
¿El mito nace cuando Diana declara que actúa según su corazón y no según su cabeza? ¿Un desafío, otro, a la monarquía con la que se había casado el 1981, ante la mirada de 2.650 invitados en la catedral de Saint Paul y 700 millones de personas a través de la televisión? ¿El mito nace cuando estrecha la mano, sin guantes, a un enfermo de sida? La escena tuvo lugar el 1987. Su matrimonio con Carlos de Inglaterra ya era un desastre, solo una fachada más, como la del Palacio de Buckingham, y cualquier gesto que se saliera del protocolo habitual era una forma de protesta, de rechazo contra la prisión dorada y sus carceleros.
Diana asumió públicamente numerosas causas benéficas. La de la crisis del sida, quizás una de las primeras, y una de las más relevantes desde el punto de vista social, tuvo lugar cuando se abrió en el Reino Unido la primera sección especializada en la enfermedad en el Middlesex Hospital de Londres. Durante la visita a la unidad, dio la mano a uno de los pacientes, enfermo terminal. Lo hizo sin guantes, un gesto doblemente significativo. Primero, porque en aquel momento el estigma alrededor de la epidemia todavía pervivía, y muchas personas no querían tocar los que la sufrían por miedo a contagiarse. Pero también, y quizás solo fue un gesto inconsciente en este caso, porque una de las reglas de oro de la monarquía británica es que la reina nunca da la mano sin guantes, y solo se tiene que hacer si es ella quien inicia el gesto. ¿Era la realeza de Diana de corazón y no de formas? Ella dio el paso. Sin guantes. ¿Lo habría hecho Isabel II?
En la biografía que se publicó el 1992, Diana: Her true story —In her own words, Andrew Morton escribe en relación con la referida visita a la unidad del sida que al dar la mano al paciente, la princesa hizo “más que nadie para eliminar el estigma que rodeaba el virus mortal del sida... Sin ser capaz de articularlo completamente, Diana tenía una misión humanitaria para ella misma que trascendió los aburridos compromisos reales tradicionales”.
El apretón de manos con enfermos de sida se repetiría por todo el mundo. Toronto, San Francisco, Suráfrica… Del mismo modo que después, el enero del 1997, unos meses antes de morir, se vería el famoso paseo por una zona que había sido limpiada de minas antipersona en Huambo, en Angola. El año 2019, el segundo hijo de Diana, Enrique, visitó también la misma ciudad para recordar otro de los grandes compromisos de su madre.
La lista de desafíos de la princesa del pueblo a los Windsor es tan larga como los recelos que estos experimentaban hacia ella, la primera royal –y la última hasta la llegada de Meghan Markle al Palacio de Buckingham– que tuvo un trabajo, en este caso asistenta de una guardería, en Londres. Diana también fue la primera miembro de la familia real que dio a luz en un hospital y no en Clarence House, su residencia oficial mientras estuvo casada con Carlos de Inglaterra –tradición que sus dos hijos han seguido–, y también fue la primera royal que admitió su infidelidad al marido. Pagaba con la misma moneda que recibía del heredero al trono, pero, porque Carlos había admitido públicamente la suya el año anterior en un documental de ITV.
Diana lo comentó en la famosísima y polémica entrevista del 1995 del programa de la BBC Panorama –conseguida por el periodista Martin Bashir con medios nada éticos, como se ha demostrado recientemente–, en que también pronunció una frase que perseguirá a Carlos y a Camila hasta el fin de sus días: “Éramos tres, en este matrimonio. Una multitud”. La entrevista la vieron en directo más de 23 millones de personas. Ahora, en una decisión muy discutible, que parece más una sumisión servil ante los royals que no un contrato con el periodismo, la BBC se ha comprometido a no emitirla nunca más. Pero la entrevista contiene mucha y muchas verdades.
En la misma grabación, que la investigación de la BBC confirmó el año pasado que Diana probablemente habría aceptado sin lo que Bashir ha descrito como “mi intervención” –falsificación de documentos y extractos bancarios para que el hermano de Diana la convenciera de hacerla–, la princesa del pueblo antes de ser la princesa del pueblo hablaba de su depresión postparto (Guillermo), de la bulimia, de su aislamiento entre los royals, de las heridas que ella misma se ocasionaba. En pocas palabras, exponía todas las vergüenzas del clan –infinitas– que el director de cine chileno Pablo Larrain ha mostrado en el descarnado retrato Spencer, película mucho más interesante que cualquier capítulo de The Crown, el blanqueo de Netflix e la monarquía británica con la excusa de, supuestamente, exponer la colada íntima a la vista de todo el mundo. Sensacionalismo blanco, se le tendría que llamar.
Que se tenga constancia, desde el año 1986 Carlos de Inglaterra había retomado su relación con su actual mujer, Camilla Parker-Bowles, rehabilitada finalmente el 2005 con el matrimonio con el heredero, bendecido por la reina. Los tiempos cambian y ya prácticamente nadie quiere recordar las escandalosas grabaciones –ilegales– de Carlos y Camila, cuando él le dice a ella que quiere ser su tampón… La misma prensa que entonces crucificó a la pareja ahora la enaltece. La razón de estado también es un factor a tener en cuenta en la genuflexión habitual ante Buckingham Palace.
El pasado junio, además, a raíz de los actos del Jubileo de Platino, la entronización de Camila se acabó de completar cuando Isabel II dio a conocer su voluntad que, cuando Carlos sea rey, su mujer sea llamada reina consorte, y no princesa consorte, como se presuponía que sería reconocida. Un clavo más en el ataúd de Diana de Gales a cargo de la máxima ejecutiva de la Firma.
Capítulo I:
¿Una jovencita inocente?
Si no hay demasiado tráfico, cosa bastante difícil en el sur de Inglaterra y las Midlands, el viaje entre Londres y el Althorp Estate –la finca de la familia de Diana Spencer– se hace en unas dos horas y poco. La casa solariega se puede visitar y, si se tiene dinero, incluso se pueden ocupar las habitaciones en las que vivió y durmió Diana desde que sus padres se divorciaron hasta el año 1981, cuando se marchó de ella para casarse con la corona en una especie de cuento de hadas tan irreal como todo lo que rodea la familia real británica; cualquier familia real.
Desde el 2016, el hermano, Earl Charles Spencer, ha abierto la casa al público con posibles, también una forma de mantenerla. Dormir en la antigua habitación de Diana cuesta 25.000 libras el fin de semana, algo menos de 30.000 euros. Se pagan a menudo, porque la princesa del pueblo es un imaginario inexplicable pero admirado, y cualquier horizonte merece los sacrificios de todas las miradas. Si en vez de ir con la pareja se quiere ir en grupo, de hasta 18 personas, el precio del fin de semana para ocupar varias habitaciones del casoplón será de 175.000 libras, poco más de 200.000 euros. Earl Charles Spencer tiene con su mujer algunas organizaciones benéficas para alimentar, y veinte-y cinco años después, el reclamo de Diana continúa siendo muy vivo. Es su legado, que ni siquiera la Firma puede borrar completamente.
Que Diana hubiera pasado buena parte de su vida en la casa familiar de Spencer ya la ponía en la categoría de carne de cañón real. Conoció a Carlos con 16 años; él, entonces con 29, mantenía una relación –una más– con la hermana mayor de Diana, Sarah Spencer, que el 1977 tenía 26 años. Carlos empieza a interesarse por la chiquilla –es una tradición en la familia, porque su padre miró por primera vez a su madre con ojos de cazador de fortuna cuando Lilibet era una niña de 14 años–, que apenas ha vuelto de un internado en Suiza, recibe invitaciones para ir al castillo de Balmoral y a Sandringham, otra finca real cercana a la Althorp Estate. Las familias, los Windsor y Spencer, pues, no eran extrañas, y a diferencia de la de Kate Middleton, los segundos pertenecen a la nobleza, no a la burguesía adinerada. Buckingham Palace está un poco preocupado por la carencia de compromiso formal de Carlos, que se acerca peligrosamente a los 30 años sin ninguna mujer que pueda parirle herederos, y también por lo que la prensa británica de la época denomina Ángeles de Charlie, es decir, todas las novias, amigas y mujeres de las que se rodea el hijo mayor de la reina como una actividad más con la que ocupar su tiempo libre.
Diana aparece en el horizonte como la pieza propicia para hacer un gran servicio a la monarquía. De acuerdo con un artículo de The Guardian publicado el 1981, Sarah Spencer aseguró poco antes del casamiento real: “Yo los presenté. Soy Cupido”. El mismo artículo destacaba que Diana es “la primera chica inglesa que se compromete con un heredero al trono en 300 años”. “«Me siento positivamente encantado y francamente sorprendido de que Di esté preparada para aceptarme», dijo ayer [24 de febrero del 1981] el príncipe Carlos. Hablaba, con la típica desconfianza y burla de si mismo, poco después de que la reina hubiera anunciado la noticia tan esperada «con el mayor placer», desde el palacio de Buckingham”, se lee. Por fin, ¡el niño se nos casa! Ya podía sentirse francamente sorprendido.
El resto, hasta el 29 de julio de aquel mismo 1981, es el inicio de la persecución mediática, de saberse en el foco, de tener que exhibirse con buena cara hasta la exhibición final, el paseo por el pasillo central de la catedral de Saint Paul, la oveja hacia el desollador, sin tener mucho conocimiento de causa de lo que hacía. Diana Spencer tiene entonces 19 años y el príncipe heredero 31. ¿Y el amor? Se podría parafrasear aquello de El Padrino, la película de Francis Ford Coppola: “Solo eran negocios”, característica no exclusiva de la realeza.
Una de las canciones más famosas del brit-pop de los noventa, prácticamente un himno, Common people, de Pulp, compuesta por Jarvis Cocker, relata la historia de una chica griega de la cual él se enamora mientras asisten al St. Martins College of Art and Design de Londres. El padre de la chica –que artículos de la prensa británica reciente han identificado con Danae Stratou, la mujer del exministro griego de Finanzas, Yannis Varoufakis– tiene mucho dinero, pero ella lo que realmente quiere es “vivir como la gente normal, hacer lo que hace la gente normal”. Es casi la tragedia de Diana… Quería ser una más, pero había nacido en una clase que no se lo permitía, de la cual no se podía escapar. La muerte, a pesar de todo, fue una liberación. Y también una amenaza, y una lección bien aprendida para la monarquía británica.
Veinticinco años después, Elton John se ha rendido a la evidencia. La corona, al menos Isabel II, siempre gana. Otra historia será la pareja Carlos y Camila.
Los despojos de Diana Spencer reposan en una pequeña isla que hay en el lago Oval de Althorp Estate, y si tiene muchas visitas estos días es y será por pura nostalgia. Porque recordar a la Diana liberada del yugo real es una forma de recordar el Reino Unido de los años de Blair, a pesar de todo, y especialmente a pesar de Irak, los mejores años de este país en décadas, si bien el Nuevo Laborismo solo llegó para darlos por terminados… Y sí, también es el recuerdo de algunas de las mejores canciones del brit-pop: Y no la endulzada Candle in the wind, sino Common people o Wonderwall, de Oasis.
El fantasma de Diana todavía las baila como bailó ella misma con John Travolta en la Casa Blanca el Saturday night fever y otras piezas muy populares del momento en una visita que hizo con Carlos al presidente Ronald Reagan y a su mujer, Nancy, el noviembre del 1985. Un baile para la eternidad, un vestido –el Travolta dress– para la historia de los cuentos de hadas, y unas imágenes inolvidables, como tantas y tantas que regaló esta mujer sufrida y enigmática, privilegiada y desgraciada, víctima y cómplice, el mejor o el único bien de Dios de la realeza inglesa desde que Cromwell le cortó la cabeza a Carlos I en 1649.