"He sobrevivido: si el infierno existe, está en Mariúpol"
Olga Ivanova relata como soportó tres semanas de bombardeos y huyó del asedio de la ciudad ucraniana que es clave en la ofensiva de Putin
Barcelona“Aquello no era vida: no teníamos comida, ni electricidad, ni ninguna conexión con el exterior. Los ataques con artillería y los bombardeos aéreos no paraban: estábamos aterrados y ni siquiera podía llamar a mi marido para decirle que mi hija y yo estábamos vivas”. Así describe Olga Ivanova, una cajera de banco de 45 años, las tres semanas que sobrevivió al asedio de Mariúpol, la ciudad del sur de Ucrania que desde el 24 de febrero, el día que empezó la invasión rusa, no ha tenido ni un momento de respiro.
Poco a poco, empiezan a emerger los testigo de horror de los supervivientes que han podido abandonar la ciudad en medio de los constantes bombardeos. Es imposible saber cuánta gente ha muerto: el Ayuntamiento habló hace semanas de 2.500 víctimas, pero el balance no se ha actualizado. El viernes el gobierno local afirmaba que podía haber 300 muertos en el bombardeo de hace unos días en un teatro donde habían escrito en ruso la palabra criaturas para intentar evitar que los pilotos los bombardearan. Unos tres mil combatientes ucranianos han podido por ahora repeler la ofensiva de los 14.000 rusos que tienen totalmente rodeada la ciudad, pero las fuerzas se están agotando. La ciudad, un puerto comercial del mar de Azov, es un objetivo estratégico en el plan ruso para conectar las dos zonas de Ucrania que ya controla desde 2014: las repúblicas autoproclamadas del Donbás y la península de Crimea.
“Mi mejor amigo murió en casa por las heridas de una explosión”, explica Ivanova entre sollozos. “Ocho días después lo enterramos en un agujero delante del mismo edificio, no tuvimos tiempo de cavar muy hondo porque las bombas no paraban y solo pudimos poner un letrero con su nombre”, relata. Sin posibilidad de enterrar los cadáveres, muchas familias optaron por dejar a los abuelos muertos en los balcones, recuerda en una conversación telefónica la mujer, que se ha refugiado en la ciudad de Dnipró, a unos 300 kilómetros al norte de Mariúpol.
Incomunicadas y sin comida
Desde el 25 de febrero, el barrio donde vivía Ivanova, en las afueras de la ciudad, se quedó sin luz, agua, internet ni cobertura móvil. Justamente allí se produjeron los primeros combates. “Los bombardeos empezaron el 2 de marzo. Nos disparaban desde todas partes”. Decidió ir a casa de su hija Elisabetha, que estaba algo más lejos de los combates, en la cuarta planta de un edificio alto. “Al día siguiente atacaron las plantas superiores y pensamos que nosotros habíamos tenido suerte. Pero entonces volvieron a empezar los bombardeos y tuvimos que bajar al sótano”, relata. Podían estar más o menos a cobijo de las bombas, pero las condiciones bajo tierra eran insoportables. “Éramos seis comunidades de vecinos y bajamos con lo que llevábamos puesto, pero aquello no estaba preparado: estaba lleno de ratas, olía muy mal, la gente empezó a hacerse sus necesidades encima”, recuerda. La gente de Mariúpol, como todo el mundo en Ucrania, no estaba preparada para una guerra. “Estábamos a nueve bajo cero y a las dos de la madrugada ya no podía aguantar más: subí al piso, pero los combates eran tan fuertes que tuve que volver al sótano”.
“Había heridos y no llegaban las ambulancias porque los bombardeos y disparos de artillería no paraban. Se quedó mucha gente que no podía salir: gente mayor, mujeres embarazadas, familias con criaturas, heridos... y no sé si están vivos o muertos”, lamenta. Ivanova y su hija podían intentar huir. La mejor opción era ir a casa de la abuela, que vivía muy cerca en una casa de dos plantas. “Decidimos correr hacia allí, en medio de disparos y explosiones. El suelo temblaba y llegamos vivas de milagro”, dice con la voz rota. Otro sótano, pero solo pudieron estar dos días, hasta que la casa de los vecinos fue atacada. Sin cobertura de móvil ni ningún contacto con el exterior tenían que tomar decisiones a ciegas. Pensaron que lo más seguro era ir hacia el centro, a casa de unos amigos. “Al llegar vimos que las casas no estaban en llamas como en mi barrio, pero las farmacias y las tiendas estaban cerradas y no había nada para comer”, dice. El viernes, el Ayuntamiento de Mariúpol denunciaba que ya habían empezado las muertes por hambre, después de que todas las promesas rusas de alto el fuego y de corredores humanitarios hubieran quedado en nada.
La situación en el centro de la ciudad también era penosa. “Teníamos que coger agua del río con cubos y cocinar en la calle haciendo fuego en el suelo porque no había ni gas ni electricidad. Tampoco había mucha comida: reuníamos lo poco que encontraban y lo compartíamos”, recuerda. La mujer no podía parar de pensar en sus vecinos, que habían quedado atrás. “Encontré a un equipo de la Cruz Roja y les hablé de la gente de mi barrio, pero me dijeron que no les permitían acceder. Me di cuenta de que estaban solos y de que nadie los podría ayudar”.
El marido de Ivanova trabajaba fuera de la ciudad y no había podido hablar desde que empezó la invasión porque lo primero que atacaron las tropas rusas fueron las infraestructuras de comunicaciones. “Nos dijeron que en la planta 12 de un edificio se podía tener cobertura. Subimos, a pesar de los bombardeos, y conseguimos hablar unos segundos, pero enseguida se cortó”.
Sin testimonios
Ivanova no se enteró de nada de lo que pasaba en la ciudad hasta que pudo salir, el 15 de marzo: entonces descubrió que habían bombardeado la maternidad y el teatro. Los únicos periodistas que quedaban en Mariúpol eran un equipo local de la agencia AP que decidieron quedarse para documentar todo lo que pudieran y arriesgaron su vida para hacer llegar al mundo las imágenes de aquellas atrocidades. Tuvieron que marcharse cuando unos militares ucranianos los fueron a buscar al hospital donde se escondían porque, según la información de la que disponían, los soldados rusos los tenían en una lista negra para detenerlos y obligarlos a desmentir las imágenes que habían grabado.
Ella y su hija huyeron arriesgando su vida. “Salimos en un coche medio destrozado, bajo las bombas, apretujadas como sardinas y después de pasar más de veinte controles rusos y ucranianos. Yo no podía parar de llorar: si existe el infierno, está en Mariúpol y, si existe el alma, a mí me dolía”. Dice que no toma partido en esta guerra y solo quiere que haya un acuerdo porque “no puede haber nada más importante que la vida de toda la gente que todavía continúa allí, bajo las bombas”.