Que haya sido la secretaria de Comunicación de la presidencia de Bielorrusia quien haya explicado, desacomplejadamente, que fue el presidente Aleksandr Lukashenko quien dio “personalmente” la orden de que un caza desviara al avión de Ryanair a Minsk, ayuda a tener una idea de la magnitud y la intencionalidad del incidente. Un golpe de efecto de Lukashenko para demostrar que es él quien sigue mandando nueve meses después de las multitudinarias manifestaciones de protesta por los claros indicios de manipulación y fraude de las elecciones presidenciales del 9 de agosto del 2020. Días en los que nunca tanta gente –y tantas mujeres— había salido a la calle contra la dictadura a la que se había enfrentado también una candidata joven: Svetlana Tikhanóvskaia, ahora exiliada en Vilna, donde precisamente se dirigía el vuelo de Ryanair que llevaba a bordo al periodista Roman Protasévich, uno de los dirigentes opositores más detestados por el régimen.
Con este acto de violación de las normas internacionales de navegación aérea, Lukashenko, con total chulería, está diciendo a la oposición, a la Unión Europea –e incluso a Putin–, que tiene cuerda para rato. Y todo queriendo reafirmar la fortaleza de un régimen al que, con todo, le han empezado a salir grietas. Y Lukashenko lo sabe. Después de detener, encarcelar y apalear a disidentes y candidatos electorales durante 26 años de mandato, Lukashenko no ha digerido del todo que las generaciones más jóvenes salieran a la calle el verano pasado, llenando el centro de Minsk como nunca antes y que, además, se haya creado un núcleo opositor en el exilio en territorio de Lituania, un estado de la Unión Europea.
Según los últimos estudios sociológicos llegados a Bruselas, la realidad bielorrusa señala que una economía controlada por el estado en un 80% cuenta todavía con el apoyo del 43% de la sociedad, pero que un 33% está decididamente en contra. Se trata de poco más de una tercera parte de la población que corresponde a las generaciones más jóvenes y las clases medias urbanas. El 43% dispuesto a soportar y aguantar a Lukashenko no para de menguar.
A la sombra del KGB
¿Qué apoyo tiene, pues, por ahora Lukashenko además de este 43% lleno de miedo, resignación e indiferencia? No sería nada osado decir que el dictador bielorruso cuenta, como siempre –y ahora más que nunca–, con los aparatos del estado, especialmente con la policía política: el KGB. Bielorrusia es el único estado postsoviético que ha conservado las míticas siglas, del mismo modo que en 1994, al llegar al poder, Lukashenko restableció la bandera de la Bielorrusia soviética y el uso prioritario del ruso en la escuela y en la vida pública. El KGB es un icono para Lukashenko, hasta el punto de que es a quien le encargó desviar a Minsk el avión de Ryanair apenas entrara en el espacio aéreo bielorruso, y así poder detener al odiado Protasévich camino de Vilna.
Y parece que Lukashenko ya solo puede confiar en el KGB: no se sabe qué jugada le podría hacer Putin si atraviesa demasiadas líneas rojas sin consultarle, como en los tiempos en los que, temeroso de que lo envenenaran, solo comía lo que le traían sus fieles kagebistas que después él mismo cocinaba en un fogón de gas. Lukashenko sabe que lo que vive podría ser el comienzo del comienzo del final. Pero, al fin y al cabo, el final.