Putin quiere revertir lo que Gorbachov tuvo que aceptar a regañadientes

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Vladímir Putin, durante el discurso que hizo lunes al atardecer, desde Moscú

No se tendría que descartar totalmente que el reconocimiento por parte del Kremlin de las regiones separatistas rusófonas de Donetsk y Lugansk fuera una jugada táctica de Putin in extremis para forzar una salida diplomática al conflicto. La salida que más se acerque a sus intereses.

El golpe de efecto de Putin añade tensión y podría resultarle rentable, pero cuidado: Donetsk y Lugansk eran –según los acuerdos de Minsk avalados por la OSCE, ahora heridos de muerte– unas preciadas piezas de intercambio, aunque Putin las mimaba como protectorado sin llegar a reconocer su independencia. Eran una carta guardada: a la hora de negociar con Kiev, Bruselas –OTAN y UE– y Washington, el presidente ruso podría hacer el gesto de reintegrarlas en la soberanía ucraniana a cambio, claro, de un estatuto confederal que garantizara los vínculos culturales con Rusia.

A estas alturas, el intercambio ya sería más difícil. Sobre todo porque en este trozo del Donbás ocupado por soldados rusos, soldados halagados por unas milicias locales provenientes de un submundo lumpen, los incidentes armados son imprevisibles. Y es en circunstancias así cuando los eventos pueden tomar vida propia. Y más teniendo presente cómo de fuerte resuena el discurso del lunes de Putin, que negó la soberanía de Ucrania, la definió como un desgarro errático de los tiempos soviéticos y menospreció e insultó a sus gobernantes actuales, pero, mira por dónde, mimándola también a su manera: “No es un país vecino, sino una tierra que forma parte de la historia y la cultura rusas”.

Quizás uno de los discursos más duros y desafiantes pronunciados por Putin, porque, además de amenazar a Kiev, no abstuvo de hacer un desafío al mundo occidental a pesar de saber que una guerra total sería una catástrofe planetaria en la que no habría vencedores.

Este es el contexto más inmediato, sobrevolado por la incertidumbre y un montón de interrogantes. Alguno debería formularse en condicional. ¿Qué hubiera podido ocurrir si en la cancillería de Berlín todavía hubiera habido Angela Merkel? Estoy seguro de que las tensiones habrían podido ir de forma más ordenada, y que la hipotética conferencia o cumbre de seguridad europea al más alto nivel que se plantearon cara a cara Vladímir Putin y Emmanuel Macron habría sido planteada antes y con menos ambigüedades. A estas alturas se conocerían el qué, el cómo, el dónde y el cuándo. Pero, posiblemente, que Merkel ya no esté en escena es el motivo por el que Putin se ha atrevido a llevar el conflicto con Ucrania al borde del precipicio.

Una guerra que todo el mundo perdería

¿Y Putin qué quiere? ¿Qué intenta, sabiendo como sabe que una guerra total nadie la ganaría? Parece que en el marco mental del kagebista se columpia con fuerza ese resentimiento que de vez en cuando ha soltado al recordar que el derrumbe de la URSS fue una rendición incondicional, una humillación, y que eso tendría consecuencias. Pues ahí las tenemos. ¿Pero qué camino podría estar diseñando Putin para cerrar una situación que se le haría insostenible económicamente –con las sanciones occidentales– y geopolíticamente –con la posible apertura de más frentes en la periferia rusa como ocurrió hace unas semanas en Kazajistán–?

Putin quiere, por encima de todo, blindar las fronteras de Rusia rescatando, si puede, algunos perímetros que se perdieron hace treinta años. Algunos analistas rusos llaman a este plan Yalta 2 –el historiador Timothy Garton Ash ha hablado de ello–, y tendría como objetivo dejar sin efecto los acuerdos de los días 2 y 3 de diciembre de 1989 –tres semanas después de la caída del Muro de Berlín–, cuando Mijaíl Gorbachov y el presidente George Bush pusieron fin a la Guerra Fría. El encuentro se celebró en Malta. Curioso: en Malta se puso fin a Yalta, en los acuerdos de 1945 en los que Stalin fue el ganador ante un Roosevelt a punto de morir y un Churchill debilitado. Malta rima con Yalta, y Putin parece dispuesto a revertir –todo o una parte– lo que Gorbachov tuvo que aceptar a regañadientes: el fin del Pacto de Varsovia y la reunificación de Alemania. El Kremlin exigía, al menos, que la Alemania reunificada fuera neutral y que los antiguos satélites de Moscú no se los zampara la OTAN. Pero el Kremlin no logró nada de eso. Es más: la desaparición de la URSS fue escenificada como una rendición incondicional.

Aquellos días nadie se acordó del acto final de Helsinki firmado por todos los países europeos en 1975 después de dos años de debates. De ahí salió la OSCE. Paradójicamente, cuando se firmó, los dirigentes soviéticos del momento lo vivieron como una victoria: los occidentales aceptaban la división de Europa en dos bloques ideológicos que se irían relacionando en plano de igualdad, y algunos países mantendrían el principio de finlandización, de neutralidad, para garantizar paz y estabilidad.

La OSCE, que Putin acaba de ignorar pasando por encima de los tratados sobre Ucrania, tampoco se tuvo en cuenta cuando se derrumbó el bloque del Este. Quizás por encima de Putin, cuando hablaba con Macron de una posible cumbre o conferencia de seguridad europea, planeaba la posibilidad de conjurar la maldición de Malta, exhibir los triunfos de Yalta –Yalta 2– y dar vida a los ahora fantasmagóricos acuerdos de Helsinki, exigiendo la neutralidad de algunos estados. Un tipo de síntesis de los tres episodios. Así es como Putin blindaría las fronteras del imperio. Porque esta es su auténtica estrategia, basada en una ideología nacionalista. Y para ello parece que es capaz de aplicar todos los tacticismos posibles gestados en la cabeza de un viejo kagebista.

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