Westminster, un palacio sin controles de alcoholemia

En 2019, último año de actividad a plena capacidad del Parlamento, los diputados se bebieron más de 42.000 botellas de vino y champán

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Boris Johnson, en la visita a un pub de la cadena JD Wetherspoon durante su campaña para el liderazgo del Partido  Conservador, en una imagen de julio del 2019

Londres¿Haría falta que los diputados del Parlamento de Westminster pasaran un control de alcoholemia antes de ir a los salones de votación? La pregunta no es inocente. Entre carcajadas, la formuló un famoso presentador de la televisión británica, Jeremy Vine, en el programa que lleva su nombre en Channel 5 en una de las emisiones de enero de 2020, antes de que la pandemia acabara con la vibrante vida social que hay. Vine, de hecho, recogía una petición del neurofarmacólogo inglés David Nutt, especialista en adicciones y drogas, que considera que sus señorías tienen una permisividad excesiva en su relación con el alcohol.

Los datos corroboran su criterio. Durante 2019, en los diferentes bares, cámaras y rincones escondidos de Palacio, los diputados y diputadas, los invitados e invitadas, además de ayudantes y staff de todo tipo, se tragaron 2,1 millones de euros en bebidas alcohólicas. O, lo que es lo mismo, más de 42.000 botellas de vino y champán, 32.000 pintas de cerveza –una pinta es poco más de medio litro–, 9.000 botellas de alcoholes destilados y, para que no sea dicho, 250 botellas de cerveza sin alcohol.

¿Que los números no salen? ¿Demasiado poco dinero para tanto alcohol? En cualquier pub de Whitehall –la avenida cerca de Downing Street y que desemboca en Parliament Square– una pinta de cerveza cuesta no menos de 4,5 o 5 libras. Los usuarios de los diferentes bares de Westminster pagan bastante menos. El Tesoro Público subvenciona con 2,7 millones de libras anuales toda la comida y la bebida que se sirve. Así, medio litro y pico de una lager o una stout tiene un precio de 2,90 libras, la mitad que fuera de los dominios de los Comunes y Lords.

Keith McDowall, periodista del Daily Mail en los sesenta y director, durante la década de los setenta, del servicio de información gubernamental, “un organismo independiente que tenía como misión asesorar al cabinet en materia de comunicaciones”, recordaba hace cuatro años a este mismo corresponsal que la relación entre políticos, y entre prensa y políticos, se hacía, a menudo, con una botella por el medio.

Una veintena de bares y salones para beber

Encuentros que tenían lugar en la snooker room del Reform Club, donde lo más habitual era relacionarse con parlamentarios laboristas y liberaldemócratas, no conservadores, o en los bares y restaurantes del palacio de Westminster: hasta prácticamente una veintena de espacios. Desde el Lord's Bar al Bishop's Bar, el comedor de The Peer, la Peer's Room, la Suban Room, la Terrace Pavillion, The Stranger's Bar, la Terrace Cafetería, The Thames Pavillion, The Speaker's State Rooms, The River Restaurant, Bellamy's, The Debat, la sala del Jubileo, la sala Churchill, la sala Cholmondeley, la sala Barry, la sala Home, el café Jubileo, The Atlee Room, la Millbank House Cafeteria o los comedores de The River y la Moncrieffs (la casa club para periodistas).

Tanto bar en las casas del Parlamento es una herencia de la reconstrucción victoriana del palacio de Westminster, hecha después del incendio de 1834. Los diputados de la época querían instalaciones que se parecieran tanto como fuera posible a los entonces muy de moda, entre la élite masculina, gentlemen's clubs.

En Westminster impera una cultura de la bebida que es un espejo de la sociedad a la que sirve, y que a la vez es deudora de las palabras del Viejo León. Porque esta manera de hacer política –bastante machista– es también, y en buena medida, heredera de la frase acuñada por Winston Churchill, o que se le atribuye, y que dice: "Cuando un hombre ha tenido un buen día, se merece una copa de champán; si ha tenido uno malo, la necesita". Churchill se hacía llevar Pol Roger en cajas a Downing Street. Y tanto en la residencia del primer ministro como en el palacio de Westminster, días malos, y jornadas para celebrar, hay más que hojas de un calendario.

Pero claro, todo esto tiene un precio. Y ofrece imágenes a veces patéticas, a veces dramáticas. Entre las patéticas, solo hay que recordar el lamentable espectáculo que ofreció el ya entonces primer ministro Boris Johnson durante la campaña electoral de 2019 en un evento en Irlanda del Norte. No solo mintió sin tapujos en todo aquello que decía sobre el pacto del Brexit, el protocolo norirlandés, y que ahora tiene unas consecuencias evidentes, sino que presentaba un aspecto mucho más que achispado. Las redes sociales, entre otras las de uno de los corresponsales en Belfast de la BBC, se hicieron suficiente eco de ello.

Entre las consecuencias, dramáticas hasta el final, de los efectos de la bebida en la clase política está el caso paradigmático de Charles Kennedy, líder de los liberaldemócratas desde 1999 hasta 2006. El 1 de junio de 2015 murió por complicaciones derivadas de su adicción. Entre los muchos episodios que protagonizó uno es muy conocido, y está suficientemente documentado, en que durante un debate sobre la ley de presupuestos Kennedy se orinó encima y le tuvieron que encerrar en su despacho para evitar que entrara en la Cámara de los comunes con las humedades de su enfermedad dejando constancia. La pérdida de su escaño en las elecciones de 2015 precipitó su muerte, un destino escrito porque se movía en un ambiente en que la debilidad está muy mal vista y en que las apariencias son mucho más importantes que la realidad.

Botellas de 4.000 euros

Uno de los personajes que ha dejado mejor constancia de esta cultura del alcohol en Westminster ha sido el exdiputado conservador Alan Clark en sus dietarios. Sin tapujos, recogía cómo antes de una sesión parlamentaria cuando todavía era un aprendiz de brujo en los pasillos del poder podía probar diferentes botellas de vinos excelentes hasta encontrarse "un poco confuso". Escribe en el segundo volumen: "Abrimos la primera botella de un Chateau Palmer de 1961 [el precio en una tienda puede llegar a los 4.000 euros]. Entonces, para comparar, una del 75 [220 euros], para volver al 61 con un Chateau Pichon-Longueville [720 euros] realmente delicioso".

De casos como el que explicaba Clark hay centenares. Y las peleas fruto del alcohol no son extrañas, pues, a pesar de que no habituales. Pero en 2013, al diputado laborista Eric Joyce se le prohibió beber en el Parlamento tras ser condenado por haber atacado a otro colega conservador en el Stranger's Bar, territorio más habitual de los rojos más que de los moratones. El alcohol en el Parlamento también se ha asociado, como en el resto de la sociedad, a episodios de acoso sexual.

Ha sido Alastair Campbell, ex jefe de comunicaciones de Tony Blair entre 1994 y 2005, quien ha hablado más abiertamente de la cuestión, también en sus dietarios, insistiendo en la idea de que el Reino Unido tiene "un problema con el alcohol", como él mismo lo experimentó durante más de una década y media, a partir de la primera borrachera, en Escocia, "una nochevieja, cuando solo tenía 13 años".

Los datos lo avalan. En el Reino Unido, 1,6 millones de personas son consideradas bebedores problemáticos pero solo 108.000 reciben tratamiento contra la adición. Anualmente, sin embargo, 1,2 millones de personas son admitidas a hospitales por problemas relacionados con el alcohol. Westminster, territorio sin muchos controles de alcoholemia, no parece nada diferente al resto del país.

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