Decir o no el nombre de tu acosador sexual
La comunicadora (y exsecretaria de Políticas Digitales de la Generalitat) Gina Tost ha explicado un caso de acoso sexual que sufrió en un entorno laboral hace 25 años. No debe demostrar nada, porque acudió al juzgado en su día y logró una sentencia condenatoria. Ahora lo ha hecho público, pero no ha revelado el nombre del sátrapa, aunque dice que "sigue trabajando en sitios importantes". A partir de ahí, ha vivido una ola de mensajes en las redes que le reclaman –le exigen, más bien– que ponga nombre y apellidos a su relato, algo que ella rechaza.
Tiene todo el derecho. Algunos apelan a una presunta obligación de señalar a la persona para que en su entorno de trabajo sean conscientes de cuáles son sus antecedentes. Pero ¿realmente existe una responsabilidad moral de hacerlo? Cuando una persona ha pasado por semejante trance, que duró tres años e incluyó según relata un vía crucis judicial caro y lamentable, ¿la sociedad le puede exigir que encima inicie un foco de tensión nuevo con el acosador y abandere una causa colectiva? Las víctimas que sí lo hacen merecen todo el aplauso y apoyo por su valentía, pero no se puede hacer ningún reproche a quien opta por tragar el sapo y seguir con la vida. O contarlo en sus términos, que habrá razonado íntimamente. Además, leyendo algunos de los mensajes es evidente que algunas de estas solemnes apelaciones a la responsabilidad son meras excusas para satisfacer la curiosidad inmediata de saber un nombre y constatar si uno lo conoce. Pero el cadáver del gusanillo de la curiosidad se descompone deprisa, una vez muerto, y mientras nosotros saltamos al próximo input de inmediatez, las consecuencias para la denunciante pueden ser más duraderas y comportar una revictimización traumática. Denunciar no es fácil –como algunos quieren pretender–, y en las redes sobra suspicacia y falta empatía.