Apoyar explícito a un candidato a la presidencia tiene gracia si, en tu registro histórico, demuestras que no has votado sólo acríticamente en favor de quien se supone que te sientes cercano ideológicamente. Es decir, si no has sido sectario. The Economist es más uno think tank liberal que un medio informativo al uso, pero hay que reconocerles un gran respeto por la factualidad y una cintura política y editorial envidiable. En el caso de las elecciones americanas, ha apoyado a candidatos republicanos (Ronald Reagan, Bob Dole, George W. Bush), a demócratas (Bill Clinton, John Kerry, Barack Obama, Hillary Clinton, Joe Biden) y se ha abstenido en otras ocasiones. Este año dice que, si pudiera votar, lo haría por Kamala Harris. Eso sí, con poco entusiasmo: la tratan de mediocre por abajo, producto de la maquinaria de partido. “Es difícil imaginarse a Kamala Harris siendo una presidenta estelar, aunque la gente te puede sorprender. Pero no puedes imaginártela provocando una catástrofe”, escriben envenenadamente, con esa flema que te da ser británico y llevar más de 180 años publicando.
El editorial está escrito pensando en su lector educadísimo, que puede tener la tentación de votar a Trump porque hacerlo por una demócrata le causaría alergia. Y es un texto curioso, porque le reconocen muchos méritos en materia económica, en su primer mandato, aunque sean atribuibles al equipo que le rodeaba y apremia. La creencia, ahora, es que sin estos contrapesos su naturaleza mercurial y tormenta puede acabar provocando una desgracia severa. Ahora que les adormecimientos están en crisis, desde el otro lado del Atlántico llega The Economist y deja un editorial solemne, de los que clavan cada uno en su sitio. ¿Influirá en los resultados? Probablemente no. Pero éste no debería ser el criterio para dejar de decir las cosas por su nombre.