Amor y pimienta

Del amor adolescente al reencuentro en un horno: una historia de amor que atraviesa décadas

Ve una niña hermosa tragando croissants de dos en dos. Le recuerda a alguien

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A destiempo

La primera vez que Olivia conoció a Adam sólo eran unas criaturas. Veraneaban en el mismo pueblo, eran de grupos diferentes, apenas se hablaban. Los meses de calor coincidían en comprar el pan en bicicleta en el mismo horno, de los dos que había en el pueblo. Concretamente el de lo más alto de la calle Mayor, el que tocaba en la iglesia. Ambos llegaban por caminos diferentes en la bicicleta BH que dejaban de cualquier modo tumbada en la acera justo delante del local. Nunca se miraban mientras hacían cola. Pero de todos los bondías y adioses que se oían en aquel chibi en medio de barras de medio crujientes, croissants recién hechos y tortas de recapte con salchichón los sábados, cada uno de ellos sólo detectaba el del otro.

No fue hasta unos años después que pasaron de encontrarse en el horno a hacerlo también en la plaza Mayor, frente al bar donde empezaron a tomar las primeras claras frescas con porrón ya hacer el vermut con patatas de churrero y berberechos a mediodía. Fue entonces cuando ya se hablaban, en medio de la otra gente que había. Aún les costaba mirarse a los ojos. Quizá por vergüenza, quizá por inseguridad en sí mismos, quizá por la insolencia de no ser el primero en dar el paso. Sea como fuere estaban interesados ​​el uno con el otro, pero no encontraban la manera de hacerlo evidente o de ser suficientemente sutiles al decírselo. En el baile de la fiesta mayor de finales de agosto, Olivia y Adam estuvieron hablando mucho rato solos, en un rincón mal iluminado. Cuando se dieron el primer beso ya estaba bien entrada la noche. Él tenía ganas de continuar. Ella le contestó que era demasiado pronto. Él le dijo que se conocían de toda la vida. Ella le respondió que los encuentros en el horno no contaban para nada. Al día siguiente antes de marcharse hacia las respectivas ciudades, quedaron en la fuente del lado del cementerio para despedirse. Se intercambiaron las direcciones. Dijeron que se escribirían. Quedaron que serían amigos. Adam empezaba primero de carrera. A Olivia le tocaba hacer COU.

Durante todo el curso estuvieron enviando cartas. Las de Olivia eran largas, de tres folios mínimo, con unas letras redondas pero pequeñas como hormigas preparándose para el invierno. Con la fecha clara en lo alto a la derecha. Empezaba siempre con un "Adam, ¿cómo estás?" de contención. Apenas había espacio entre línea y línea, que siempre tendían hacia el cielo. Eran una especie de dietario donde se lo explicaba todo: lo que hacía, lo que pensaba, lo que deseaba. Le escribía una por semana como mínimo y todo el ritual del sobre, el sello, los correos y la impaciencia del buzón se convirtió en su calendario particular, la forma de medir el tiempo.

Las de Adam eran más cortas, con una letra grande y espaciada, donde básicamente se dedicaba a contestar punto por punto las de Olivia. Difícilmente contaba nada suyo, nada nuevo. Siempre todo iba bien. Tenía ganas de vacaciones, escribía. Empezaba siempre con un “Querida Olivia”. Acababa con “un beso grande” que a ella la dejaba sin aliento cada vez.

A finales de primavera, sin embargo, Olivia dejó de recibir cartas. De repente. Sin ningún aviso, sin explicación alguna. Ella aún le escribió hasta cuatro más esperando su respuesta. Pero la carta de vuelta nunca llegó.

Aquel verano siguiente, la casa del pueblo de Adam estuvo cerrada y vallada. Un día, en el horno de siempre, Olivia sintió que dos mujeres decían que ve gente, que desgracia. Cuando pidió qué había pasado, le dijeron que a la señora, Adela, la habían encontrado muerta barranco abajo, justo lo que había en la entrada del pueblo, a principios de junio. Sólo unas semanas después, a mediados de julio, en el balcón de la casa de Adam apareció el cartel de una inmobiliaria donde estaba escrito con letras rojas y en mayúscula "EN VENTA".

Cuando en septiembre Olivia llegó a la ciudad de Adam para estudiar la carrera, decidió ir a la dirección donde durante tanto tiempo había estado enviando cartas. Necesitaba verle, darle un abrazo. Tocó en el interfono pero no contestó nadie. Decidió esperar un rato sentado en el banco de enfrente. Cuando ya estaba a punto de marcharse vio a Adam con un casco en la mano. A su lado había una chica. Iban hablando. Olivia no le dijo nada y se marchó de donde estaba. Quizás fue por vergüenza. Quizás por inseguridad.

Pasaron quince años de ese día en la calle de una gran ciudad. Olivia estaba en el parque con la pequeña de dos años que jugaba en el arenal. Estaba cansada. Dormía poco. Trabajaba cuando podía. A veces pensaba que la decisión de haber querido ser madre soltera quizás no había sido una buena idea. Adam había salido a pasear a la perra. Nunca hacía ese recorrido, pero pensaba que el animal necesitaba socializar y entró en el parque.

La vio de lejos. La reconoció al instante. Luego vio a la niña pequeña. Tenía sus ojos. El corazón le dio un salto, pero fue incapaz de acercarse a él. La niña...

Ocho años después de ese día en el parque, Olivia y la niña entran en un horno en el barrio de Gràcia. A la niña le encantan los croissants pequeños de chocolate que le hacen. Tienen el tamaño de un dedal y el chocolate dura por dentro. Están azucarados. Justo cuando están pagando, alguien dice "buenos días" en la entrada y Olivia reconoce la vibración del sonido.

Adam ha dejado a la perra en la entrada, sin cuerda. Mira al animal de reojo aunque sabe que no se moverá de sitio. Ha tenido deseo de torta de recauda. Sólo allí la hacen como la que él comía en otra vida que añora demasiado todavía. Ve una niña hermosa tragando croissants de dos en dos. Le recuerda a alguien.

“Querida Olivia”

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