Entre bombas y biberones
Vivir la paternidad en medio de la guerra me ha llevado a valorar aún más la corresponsabilidad en la crianza ya querer trabajar más por la paz
JerusalénSer padre temprano y cuidar a un bebé es apasionante y maravilloso. Pero es también un reto. Y hacerlo bajo la amenaza de las bombas y el ruido de las sirenas antiaéreas, más aún. Como corresponsal en Jerusalén para varios medios –incluida esta casa–, los primeros días de la guerra entre Israel y Hamás fueron una vorágine de trabajo y tensión. De levantarme a las seis de la mañana para preparar las primeras crónicas de radio, de lidiar durante todo el día con informaciones e historias impresionantes, de escribir mañana y tarde por los medios digitales y en papel y acabar la jornada, bien entrada la madrugada, con conexiones para varias teles. Pero también fueron días de correderas en el refugio con un niño de cinco meses en brazos, de escuchar explosiones sobre nuestras cabezas, de llantos y biberones bien entradas las cortas noches y de una constante inquietud por un mañana siempre incierto.
Después de más de dos años viviendo en Israel, tanto mi mujer como yo estábamos acostumbrados a convivir con la tensión del conflicto entre israelíes y palestinos. Tenemos buenos amigos en ambos bandos, conocemos bien el sitio, y hemos vivido de cerca tanto atentados terroristas como las consecuencias de la ocupación israelí. Pero, de repente, con la guerra junto a casa y Simón recién nacido, todo cobraba mayor intensidad. El dolor por el sufrimiento de árabes y judíos, especialmente de los niños, era más fuerte y personal. El miedo por lo que nos podría ocurrir a nosotros, más palpable. Y la responsabilidad por no jugarnos la vida, más evidente. También eran más cruciales y difíciles nuestras dudas. ¿Llegarían los combates a Jerusalén? ¿Podríamos salir del país, en caso de necesidad? ¿Caería un cohete sobre nuestra casa? El próximo atentado frente a casa, ¿se produciría demasiado cerca?
Dos lecciones
Transcurridos algunos días, y ante la posibilidad de que la situación empeorara, decidimos llevar al Simón a Barcelona. No fue fácil. Dejábamos atrás hogar, trabajo, amigos y proyecto, sin tener claro el siguiente paso. Pero era necesario priorizar su bienestar. Una vez a salvo, he vuelto solo a trabajar en Jerusalén en repetidas ocasiones, y mi mujer se ha quedado con el niño. Y de ahí saco la primera lección de todo: que compartir la responsabilidad de criar a un niño es maravilloso, y que en situaciones de dificultad, resulta vital. La crianza en soledad es posible, pero por lo menos para mí ser padre acompañado, compartiendo alegrías, dificultades y tareas, ha sido clave. Sin la generosidad de Carlota, que dejó de trabajar por unos días para asumir más responsabilidades respecto a Simón, yo no pudo hacer nada. Pero, sobre todo, sin su apoyo, sin la confianza mutua y sin su cariño, nada habría tenido sentido, luz y destino.
Y el segundo aprendizaje es el siguiente: ninguno de nuestros sufrimientos, aunque importantes en nuestro pequeño cosmos familiar, puede compararse con el dolor de los que han perdido hijos, pareja, hermanos, padres o amigos en esta terrible guerra. Especialmente en el caso de los habitantes de Gaza, que han sufrido más que nadie en ese conflicto. Y comprender esto sólo puede mover el corazón a dos sentimientos: el primero, una empatía enorme por quien lo ha perdido todo y ve peligrar cada día su vida y la de sus seres queridos; y el segundo, un agradecimiento profundo por no estar en esta situación. Y esto último también mueve a la responsabilidad y la acción: es necesario trabajar por la paz. Y lleva a un convencimiento: entre bombas y biberones, ojalá todos escogiéramos los segundos.