Vicenç Villatoro: “La historia no es necesariamente un proceso de mejoras sucesivas”

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Vicenç Villatoro (Terrassa 1957) es, como saben nuestros lectores, articulista del ARA. Es un periodista de larga carrera y un narrador premiado. La excusa para conversar con él es la publicación de su último libro: La casa dels avis.

¿Qué era “la casa de los abuelos”? ¿Qué representa?

— La casa de los abuelos es dos cosas: es una casa muy normalita, donde mis abuelos veraneaban y donde, finalmente, vivieron, y, por lo tanto, es una memoria de niñez. También es otra cosa, que es su sueño que recoge toda su visión del mundo. Por lo tanto, para ellos era la casita y la huerta de cuando eran jóvenes. Pero la casa de los abuelos también es aquello que está siempre ahí, es la cosa continua, la cosa permanente, la cosa arraigada.

Por lo tanto, ¿también es la memoria familiar?

— La memoria es la excusa. No me levanto como escritor un día diciendo: “Explicarás la historia de tu familia”. Me levandto un día, o muchos días en la vida, haciéndome preguntas, y, además, hace cincuenta años que me hago las mismas, que son: qué haces aquí, quién eres... que, además, me parece que son preguntas bastante universales. Les doy vueltas no para responderlas, eh, porque responderlas es otra cosa. Es decir, respondo más en los artículos del diario que en un libro de seiscientas páginas.

¿Y lo que te preocupa es la identidad?

— Dicho así, “la identidad”, parece una cosa alemana, digamos, una cosa “ooooooh”. Parece Kant. No, pienso sobre quién somos y sobre por qué somos lo que somos y por qué no somos lo que no somos y cómo en lo que somos han influido cosas que se deben al azar, que no has elegido (tus abuelos), el lugar donde has nacido, pero influyen cosas que sí has elegido: qué libros has leído, qué pelis has visto... ¡Todo esto eres tú! Y te vas haciendo a piezas

¿Y una pieza es la tierra?

— ¿Qué somos? En parte, los lugares donde estamos. No seríamos lo que somos no solo si hubiéramos nacido en otro lugar sino si viviéramos en otro lugar. El lugar es relevante. Yo creo que vivimos una época, y el covid la ha matado, que ya nos daba igual vivir aquí como ahí. Yo me acuerdo de cuando decían que venía a Barcelona la Agencia del Medicamento; había gente que tenía que trabajar en esto y que eran de Copenhague y decían: “Bueno, pues es igual, haremos la misma vida si la Agencia del Medicamento va a Barcelona que si va a Bruselas, porque comes lo mismo, te ves con la misma gente, te conectas por la noche con los mismos...” Pero cuando las cosas van mal, el lugar vuelve a ser muy importante. Hemos pasado muchos días encerrados en los mismos lugares. Por lo tanto, yo creo que el lugar nos hace, el lugar donde estamos, el lugar donde hemos nacido, el lugar donde queremos ir. Por lo tanto, de todas estas piezas que dicen quién somos, este libro es la del lugar. Otra puede ser la de la sangre, otra pueden ser los libros. Pero aquí lo que es central, y por eso es una casa, es un lugar, un espacio.

¿Artur Lamolla y Llúcia Vives representan una época?

— Una época, una clase social, una visión del mundo. Son una generación que para mí es la más importante de la historia de la humanidad, casi, porque es una generación que ve que el mundo que conocían se va a pique, se va a pique de la manera más bestia de la historia de la humanidad, años treinta y cuarenta, y empieza una cosa más bien entristecida y llena de polvo.

¿Son los que podían hablar de “antes de la guerra” como un momento luminoso?

— Sí, aquí es el antes de la guerra. Pero, por ejemplo, es Stefan Zweig cuando dice “el mundo de ayer”. Dice: “Ahora es así, el mundo”. Y Zweig escribe en medio del lío, en medio de la tormenta. Ellos viven el después de la tormenta. O Sándor Márai. Son gente en Europa que... O Mercè Rodoreda o Josep Pla o Salvador Espriu, que tienen un jardín... O Giorgio Bassani, con El jardín de los Finzi-Contini. Tienen un jardín, decía, que no es Hollywood, pero no está mal y se aguanta, la tormenta es tremebunda, sea la Primera Guerra Mundial, sea la Segunda Guerra Mundial, sea nuestra guerra, y después hay otra cosa.

¿El “antes de la guerra” tiene una parte de mito?

Me lo explicaban sobre todo exiliados, o hijos de exiliados, que cuando vuelven a Catalunya, los hijos que no han estado nunca aquí dicen: “Ostras, tú, ¡pero no es como nos lo habían explicado! ¡Nos dijeron que aquí la uva era como el melocotón, y el melocotón como el melón! Y aquí todo es normalito”. Es decir, este tiempo anterior, que se ha roto por el exilio o se ha roto simplemente por la tormenta, es mitificado y a nuestra generación nos llega como un tiempo mítico, entre otras cosas porque nuestra generación está formada en el tardofranquismo, que es poco mítico y, por lo tanto, impresiona aquello de que “había un tiempo en el que se hablaba catalán”, “que podías hacer lo que querías”, “que eras de partidos y de sindicatos”. Bien, pues este tiempo es mitificado. Mis abuelos son este tiempo, son más cosas, pero son este tiempo.

¿Lo que más los marca es la prisión y el exilio?

— Son soldados, menestrales, y eso me iba bien por otras razones. Yo soy de la generación que ha oído decir en la universidad "catalán, idioma de la burguesía”. Y yo digo: “Ostras, ¿seguro?” Es decir, en mi casa se hablaba catalán, mis abuelos eran catalanistas separatistas, y eran un cerrajero y una anudadora, que entró a trabajar en la fábrica a los nueve años. Cuando te pones a remover tu pasado, no siempre te encuentras lo que quieres, eh. Eso que dices: “Ostras, tú, a ver si con un señor de Estat Català de los años treinta me encuentro un facha de camisa verde”. Y, ostras, me encuentro unos artículos de él diciendo: “Dictaduras ni una. Ni la de los unos ni la de los otros. Dictaduras nunca. Yo soy un catalanista liberal ”.

¿La hija lo vive diferente que ellos?

— Ellos tienen una visión del mundo que es castigada en la primera posguerra con el exilio y la prisión, que ellos sufren, pero que sufre de una manera diferente y relevante su hija, mi madre. Cuando empieza la guerra tiene seis años y cuando acaba tiene nueve y, por lo tanto, sufre por una guerra que no entiende. Los otros sufren por una guerra que entienden y que tiene que ver con sus elecciones personales. Pero la generación de mi madre sufre una guerra que no entenderá nunca y se pasa toda la vida diciendo: “Lo que eligieron mis padres me llevó a sufrir a mí. Por lo tanto, hijos, no lo elijáis nunca, porque lo pasaréis fatal”. Y esto, cuando ya escribes como nieto, pero también como abuelo, te hace sufrir. Dices: “Entendido, fantástico, hagamos cosas, hagamos muchas, ¡las hacemos convencidos!”, pero aquello que hacemos no tiene efecto solo sobre nosotros.

¿Este sufrimiento explica este silencio de tantas familias?

— Me ha sorprendido la extensión del silencio. En casa no se hablaba de ello y cuando salía Franco hablando en la tele hacían una mueca, pero que no es notara mucho. Si preguntabas sobre la guerra, pues silbaban y miraban hacia otra lado. Pensé que esto es miedo, es una patología familiar, pero llevo tres libros sobre cosas como estas, en entornos muy diferentes, y el silencio es compartido. Es el silencio de los vencidos. Los vencedores debían de ir cantando el Cara al sol por las calles, pero a las familias de vencedores tampoco les habían explicado nada. Hablo, en uno de los tres libros, de un señor que ha estado en Auschwitz, que todo el mundo sabe en casa que ha estado en Auschwitz, y no ha explicado en la vida ni una palabra de qué era estar adentro de Auschwitz; y lo explica a los setenta años a la profesora de baile. No es el miedo, es el dolor, y una cierta voluntad de encapsular el dolor y de no dejarlo en herencia. En mi familia es una descripción, pero yo creo que hay una generación a la que la procesión le va siempre por dentro.

¿Cuál es el origen de este libro o, vaya, de esta saga de tres libros?

— Hay momentos en los que tengo unas ganas locas de irme y después pienso que dónde iré que no sea aquí. Por eso elegí a mi abuelo, un andaluz que viene a Catalunya, un hombre que se va. Así hablaré de los que se van. Y cuando estoy haciendo esto en Córdoba, me doy cuenta, a través de anécdotas cotidianas, de que irse es muy importante, pero no irse también. Después de la guerra la mitad se fueron al exilio y la mitad se fueron a la prisión, y veríamos que irse y quedarse son decisiones que tienen que ver con cosas que no son la estrategia política, sino que tienen que ver con la situación familiar, con la relación con tu propio espacio, que tienen que ver con tu proyecto de vida. ¿Por qué se va la gente? Porque tiene hambre. ¿Seguro que solo se va porque tiene hambre? Yo me doy cuenta de que tienen hambre, eh, pero que muchos se van porque se ahogan. Otros se van porque ahí están amargados con una estrella amarilla, casi, eh, o porque tienen a alguien aquí que les ha explicado una cosa sobre cómo es aquí que quizás no todo es verdad. Si yo pensara que irse o quedarse se puede explicar con una sola cosa haría un artículo para el ARA mañana, porque lo podría decir con 1.275 caracteres. Pero si yo tengo la sensación de que estas decisiones sobre lo que somos no se pueden explicar ni con seiscientas páginas, entonces hago seiscientas páginas, porque con 1.275 caracteres no puedo. La suma de los artículos del ARA y estos libros hacen un todo.

¿Es posible tener respuesta a estas preguntas?

— Es posible tener intuiciones, iluminar espacios vacíos. Por ejemplo, yo antes de ponerme no habría dicho nunca que la migración tenía tanto que ver con la guerra; no tenía la sensación de que mi abuelo que se va al exilio hay un momento en el que duda mucho si volverá o si no quiere volver. No hay respuestas porque, probablemente, estas cosas no tienen respuesta, pero acumulas iluminaciones, acumulas intuiciones.

En Dos ciudades, Zagajewski dice que hay hombres sedentarios, emigrantes y de ninguna parte. ¿Tú de qué tipo eres?

— Yo no lo sé. Si lo supiera lo escribiría. Es decir, si cogemos los hechos, soy sedentario, yo vivo donde nací. Lee Marvin, en La leyenda de la ciudad sin nombre, dice: “Los hombres se dividen en dos bloques: los que saben dónde van y los que no saben dónde van”.

¿Ahora también hemos vivido una tormenta. Sin guerra, pero una tormenta.

— Ha llovido mucho, pero no ha habido un ciclón. Es decir, lo que rompe la vida de esa generación es más que lo que nos ha roto, nos ha modificado la vida a nosotros. Ahora bien, sí me doy cuenta de que esto que hemos vivido no empieza en 2007, ni en 2010, ni en 2017. Alguien siempre te dice “Esto es fruto de la crisis económica del 2007”. Y dices: pues mi abuelo se fue al exilio y mi abuela a la prisión por cosas parecidas. Nuestra tormenta la hemos vivido y ha dejado un rastro de dolor, y el dolor no compite con el dolor. Todo es merecedor de compasión. Ahora yo no tengo la sensación de que la rotura del mundo haya sido tan abrupta y tan radical como fue a la generación anterior. Ahora lo sufres, porque es el tuyo.

¿Cómo ves el país?

— Complicado, lo veo tenso. Y estoy inquieto, estoy inquieto porque, si no queremos que pasen cosas demasiado tremendas, nos tenemos que poner un poco manos a la obra. La historia no es necesariamente un proceso de mejoras sucesivas. No confies en el viento de la historia. Si quieres ir a un lugar o quieres marcharte de un lugar, rema. El país tiene que conseguir sus objetivos, pero también la convivencia cotidiana. Nada le será regalado, esto solo pasará si hay ejercicios de inteligencia, de responsabilidad, si sabemos hacerlo, todos juntos.

¿Cuál fue el error en 2017?

— Por decir uno: “España no se puede permitir la foto de unos guardias civiles quitando urnas”. Esto yo lo he dicho con esta boca. Pues sí se lo podía permitir. Por lo tanto, ¿en qué nos equivocamos? Creyendo una cosa que no era. España, a partir de un cierto momento, que no sé si es la Contrarreforma o si es en 1808 o no sé cuándo es, yo creo que del 1850 al 1860, hace un proyecto equivocado, pero es un país muy interesante. Como independentista hispanófilo yo pensaba que España había cambiado más. Es decir, pensaba que España había interiorizado más los valores de la modernidad y de una manera más global de lo que me doy cuenta que había hecho. A veces uso de referencia Maragall, y cuando Maragall le dice a España, en 1898, “Escucha, España, la voz de un hijo”, él dice: escucha, España, tienes que cambiar, tienes que cambiar en dos cosas: hacer un país más moderno y entenderme en mi lengua. Y yo tengo la sensación de que España ha avanzado bastante en la creación de un país moderno, pero en la segunda pata maragalliana no ha avanzado, no ha avanzado nada. Y, por lo tanto, a mí... Yo he tenido una sorpresa doliente no por la reacción de los poderes públicos ni de los Villarejos ni de las cloacas, sino, digamos, por el grado de madurez moderna de la sociedad española.

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