Cómo hemos visto con los resultados PISA, la lectura va de baja entre los adolescentes. La lectura a fondo, concentrada, sin interrupciones. En realidad, claro, los chicos y chicas son nuestro espejo. También los adultos, salvando todas las excepciones que hagan falta, cada vez dedicamos menos tiempo a sentarnos en un sofá durante unas horas para devorar un libro. El ritmo y el estilo de vida nos lo ponen difícil: los móviles sí, pero también la movilidad frenética y el ocio exponencial. Tenemos tantas posibilidades que la presión social convierten en obligaciones. ¿No has visto esta serie? (por cierto, no se pierdan El encargado). ¿No has ido a este restaurante? (por cierto, apúntate Ca l'Amador de Josa de Cadí). ¿Dónde has viajado esta Navidad? Etc. El tiempo es finito y el tiempo para leer se ha ido reduciendo drásticamente. La competencia es fabulosa.
Por eso no me extraña que los lectores vocacionales y los lectores profesionales nos las apañemos para encontrar ratos bajo las piedras. En el caso de Jordi Llavina, los encuentra literalmente sobre las piedras, sobre caminos pedregosos, embarrados o polvorientos. Hace años que combina dos costumbres aparentemente incompatibles: leer y andar. Lo hace por la mañana, por senderos que conoce bien, poco concurridos. Como se dice popularmente en una expresión que tiene los días contados, mata a dos pájaros de un disparo. Ahora ya no se puede matar a ninguna bestia viva sin tener ni que sea una pizca de mala conciencia. Tampoco tenemos ya tiempo para matar el tiempo.
Llavina, pues, ha pasado a la acción sumando dos actividades en una. Y por si fuera poco, cuando llega a casa pone por escrito lo que le ha pasado por la cabeza, lo que ha visto y pensado. El resultado es el libro Proses de l'entreclaror (Editorial Gavarres, con prólogo de Ferran Sáez Mateu), una especie de Espinàs con dos sustanciales diferencias: va siempre por los mismos lares y, en lugar de hablar con la gente, habla con los libros. Seguro que más de uno le habrá tomado por loco. Cuando ya casi nadie lee como antes, un loco por la letra impresa se exhibe por los caminos. Como Don Quijote, caballero andante obsedido por las lecturas. La figura solitaria de Llavina se erige como una proclama poética: leer es tan viejo (y tan bello) como el ir a pie.
Mens sana in corpore sano. Los presocráticos ya caminaban y conversaban por sus jardines y huertos. ¿Hacerlo leyendo «en voz moderadamente alta», como Llavina? No lo veo como un deporte de riesgo, pero no debe ser tan fácil. Seguro que más de una vez ha tropezado con la misma piedra, especialidad por otra parte muy humana. Quizás mejor ir acompañado: uno lee y otro (u otros) le guían y le escuchan. Pero no, él va solo y al parecer le va bien. Tiene la mano rota: mejor dicho, tiene la cabeza y las piernas adiestradas. Alrededor de Vilafranca del Penedés, por el camino de la Cruz de la Peregrina, ha leído un centenar y medio de libros a lo largo de veranos, otoños, inviernos y primaveras.
Como los del Señor, los caminos de Llavina son inescrutables, no llevan a ninguna parte. Son un vagar de letras y polvo, de olores, de la vida que brota en cada rincón, la lluvia que reescribe los senderos, las telarañas invisibles, las nieblas, los bichos, un caracol aplastado, un grupo de torcaces que despegan, la viña y el páramo, los cazadores que rompen la paz de los campos, el oreo entre las cañas, el canto de las cigarras (de día) y los gajos (de noche), los setos, los higos y bellotas caídos... Y las palabras cazadas a cada paso: "No hace falta decir que prefiero que me hiera un libro que la garra de un animal", escribe, al tiempo que nos advierte: "Por cierto, un camino herboso es como un hombre verboso; la naturaleza herbosa esconde la esencia del camino al igual que una naturaleza verbosa esconde la esencia del hombre. Al primero, no lo han desbrozado. El segundo, no lo hemos entendido".
En el azar del caminante, Llavina va desbrozando su prosa. Quizás sí que lo tendremos que ensayar, eso de caminar leyendo... o de leer caminando.