Lengua y escuela: hablar claro y en catalán

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Las diputadas del PSC, Esther Niubó, de JxCAT, Francesc Ten, de En Comú Podem, Jessica González, y de ERC, Mónica Palacín, ponen por los medios después de llegar a un acuerdo para modificar la ley de política lingüística

El futuro del catalán no tendría que ser objeto de rifirrafes partidistas. Es un asunto demasiado importante, demasiado sensible, demasiado emocional. Es patrimonio de todos. Es muy fácil incendiar el debate sobre la lengua en la escuela, como hace años que persigue el españolismo más rancio. Ni el independentismo ni el conjunto del catalanismo pueden caer en esta trampa: es la manera más segura de estrellarse contra la realidad, de provocar más impotencia y desaliento, de crear división, de alejar la necesaria cohesión y el imprescindible consenso para avanzar. O para no seguir retrocediendo. Porque la situación del catalán, tanto sociolingüística como judicial, es preocupante.

Ante esto, el amplio acuerdo parlamentario de ERC, JxCat –a pesar del inédito gesto vacilando una vez ya firmado–, PSC y comunes supone un doble intento: es una respuesta a la inmediata amenaza judicial del 25% –a la que hay que dar respuesta– y es una réplica de los grandes consensos históricos sobre la normalización y la inmersión. Los tiempos son otros y, por lo tanto, todo es menos optimista. Aun así, esto no quiere decir que no sea necesario. Lo que hay en juego es quién decide y cómo se aplica la política lingüística escolar en Catalunya: ¿lo hacen los jueces o lo hacen los representantes políticos y los maestros? El pulso continuará mucho tiempo y no está claro que este movimiento parlamentario sirva realmente para parar la vía judicial; más bien sirve para ganar un tiempo imprescindible para apaciguar la inquietud en los centros educativos, sobre los que la justicia está poniendo mucha presión, y para seguir trabajando a favor de un consenso lo más amplio posible. Ahora mismo, si no se estropea, suma más del 70% del voto popular.

Históricamente, ya sabemos que no se ha podido imponer el catalán solo por decreto. Al final, lo que cuenta, y lo que tiene que contar, es la voluntad e implicación de los maestros, que son los que tienen la última palabra en la escuela. No tendría sentido, ni es posible, poner a un inspector en cada aula. Por otro lado, tanto el Estatuto como las leyes de normalización lingüística y de educación que se han aprobado en el Parlament en democracia han procurado garantizar los derechos de los catalanohablantes y los castellanohablantes, a la vez que han defendido la preeminencia del catalán como lengua propia, histórica y más débil, además de garantizar el conocimiento del castellano, que en este acuerdo de modificación de la ley de política lingüística se califica de lengua de aprendizaje, lo que nadie dudaría si se dijera del inglés. La lengua vehicular de la educación primaria y secundaria sigue siendo el catalán. Esto es lo que hay que reforzar, evitando intromisiones judiciales.

La convivencia a la sociedad catalana, muy plural –hoy aún más que hace cuarenta años–, hace necesario un diálogo permanente. En este caso, más que nunca, hay que hacer mucha pedagogía. También hace falta la habilidad de saber moverse en un intrincado y minado universo legal, en buena medida dependiente de lo que se aprueba en Madrid y de una alta judicatura nada proclive al catalán. En este sentido, la pasividad de los últimos años, a partir de 2014, cuando la sentencia del nuevo Estatuto introdujo la idea del castellano como lengua vehicular y cuando llegaron las primeras sentencias referidas a centros concretos, no ha hecho sino desconcertar y debilitar el modelo de convivencia de lenguas con el catalán como idioma central. Ahora no hay soluciones mágicas, pero hay que ponerse a ello. Hay que afrontar el problema con determinación, con consensos y hablando claro y en catalán.

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