Mi habitación es un iglú. Cada invierno, las mantas van apilándose una por una encima de la cama como imantadas. Hoy, mientras lo hacía, las he contado.
Las anillas del tronco de un árbol indican la edad que el árbol tiene. Mi pila de mantas viene a ser una enciclopedia de mi vida. Leídas antes de dormirme, las páginas me acochan con recuerdos físicos del pasado. Debajo de todo, juntas en dos, tengo un par de mantas viejas, delgadas y gastadas. Una es de franjas grises y la otra de franjas calabaza. Vienen de un lote industrial que mis padres compraron para abastecer las habitaciones del hotel que tenían. De eso hace medio siglo, se remontan, por tanto, a mi infancia. Son las que duermen más cerca de mí, justo al otro lado de la sábana. Encima, van dos mantas sintéticas gruesas, del material de los sacos de dormir baratos, una verde y la otra de color azul cobalto. Éstas tienen unos treinta años. Quién sabe qué corrientes las han llevado a mi cama. Luego viene una gran manta antigua y rosada, con un arcén dorado brillante, pesadísima, también plegada en dos. Encima, una manta calabaza con un dibujo de flores que hace veinte años, cuando vivía en Pineda, ya tenía. Y encima de todo, plegada en dos y pues sin cubrir del todo la de abajo, una típica manta de sofá gris y decorativa, seguramente de Ikea.
Duermo al fondo de este mar de mantas, como una momia envuelta por su historia. Es un enlucido de siete mantas, tres de ellas plegadas dobles y por tanto cuento diez capas, a las que aún tengo que añadir las sábanas de encima y de abajo, más la funda del colchón. Quedo parado del milhojas, son trece telas de cebolla. Con la camiseta y el pijama, llego a quince capas. Y, además, si es una noche fría, no espere a que me saque la bata para dormir.
Cada noche me abraza un harén de mantas amorosas, fieles y calladas. No las cambiaría por el nórdico más cálido, ingrávido y dotado. La clave es el peso. Me gusta que pesen, dormir prensado, y, por la mañana, salir de un molde. Paso la noche como un animal invernando en el fondo de una cueva, debajo de una montaña de roca, de piel y de grasa, con la almohada sobre la cabeza y la nariz fuera para saber la temperatura exterior.
Cuando llegue el buen tiempo, iré retirando manta por manta, como si arrancara las páginas de un calendario. Me asusta el cambio climático. Tengo la suerte de una habitación fría y el privilegio, en verano, de dormir con mi frazada favorita, la azul cobalto sintética. Inútil y frívola, se va replegando y trenzando a ella misma como una persona y me acaba haciendo compañía en un rincón de la cama.