¿Qué mundo saldrá de todo esto? De momento, parece evidente que la crisis sacará lo mejor y lo peor de cada uno y no es descartable la paranoia, la intemperancia y la locura.
Mirar la vida por la ventana
Accedemos a los dietarios de la pandemia de la fotógrafa Wayra Ficapal y el escritor Joan Safont, como persona de riesgo

BarcelonaEsta es la historia de nuestro confinamiento particular.
Las posibilidades de desarrollar síntomas peligrosos de covid-19 pueden aumentar en las personas que tienen patologías de salud graves. Mi pareja, el escritor Joan Safont (37), es lo que se ha denominado población de riesgo. Joan tiene fibrosis quística –una enfermedad genética que afecta especialmente al sistema pulmonar y pancreático–, por lo que fue trasplantado de pulmones en 1998. Debido a los efectos secundarios de la medicación inmunosupresora que toma diariamente desde entonces, en 2008 fue diagnosticado de linfoma no Hodgkin, un cáncer que superó en 2011 después de una recaída. Por todo esto, nuestro confinamiento empezó días antes de que se declarara el primer estado de alarma en el estado español y el consiguiente confinamiento domiciliario obligatorio, el 14 de marzo de 2020. Durante meses Joan se encerró en nuestro piso y solo salía para atender un par de visitas médicas que no se podían aplazar.
Este ensayo fotográfico es un diario de nuestra reclusión, un testimonio del nido que hemos creado durante este primer año de la pandemia en nuestro apartamento de alquiler en Barcelona y en la casa de un familiar en la Seu d'Urgell. Entrelazando mis fotografías con fragmentos del diario personal de Joan, podemos ver de qué manera nos hemos cuidado, pero también la ansiedad de sentirnos atrapados en casa mezclada con la angustia de enfermar, de morir. Un miedo que nos ha acompañado en nuestro día a día. En este contexto de pandemia mundial, vivimos esperando, pacientes, mirando cómo, a pesar de todo, la vida se abre.
Wayra está muy preocupada por mí. Sufre por lo que pueda pasarme, consciente de que soy un individuo de mucho riesgo. Ante ella mantengo la moral alta y trato de no pensar más de la cuenta, a pesar de que soy consciente de que me sería muy difícil superar un hipotético contagio.
Las manos secas de tanto lavarlas. El carácter más malhumorado que de costumbre por no poder salir. Se extreman los caracteres, las obsesiones, las taras, las rutinas y las maldades. Pierdo el sentido del tiempo y del espacio. No sé la hora ni el día en el que vivo. A las nueve de la mañana, solo los pájaros rompen la monotonía del silencio de una calle que a esa hora hablaba diferentes lenguas y llevaba horas de tráfico matinal.
Empieza una nueva semana de confinamiento que cada vez se hace más complicada. Wayra ha salido a la calle a comprar y, como cada vez que va y vuelve, llega preocupada por la posibilidad de haber traído el maldito virus a casa. Mantener la calma en un momento sin certezas ni seguridades es muy complicado y nos puede hacer caer hacia la tentación de la precaución excesiva.
De nuevo, lluvia, lluvia y más lluvia. Podría llenar este cuaderno con esta lluvia que nos traga.
Ayer rompí una rama de un geranio de los que estaba cuidando con tanta devoción y delicadeza. Me ha sabido tan mal como si hubieran herido a alguien querido. Tengo una sensación de rabia e impotencia totales, y he plantado las ramas rotas con la esperanza de que de la herida rebrotará la vida.
En cada ventana se intuye una u otra historia, uno u otro sufrimiento, mil y una formas de vivir este confinamiento.
Cada vez tengo más sueño y menos ganas de levantarme, a pesar de que Gaziel, como siempre, hace todo lo posible para conseguir que ponga un pie en el suelo.
Voy a la habitación y miro cómo duermen Wayra y Gaziel. Calma, paz, tranquilidad; todos los sustantivos que podría utilizar se quedan cortos. Duermen en una cama antigua que fue de mis tatarabuelos, con ropa de cama blanca y con una placidez concentrada en gestos simétricos. Los quiero y querría proteger el sueño.
Fantaseo con la idea de otros escritores de dietario anotando bajo la fecha de hoy sus impresiones.
A las nueve de la mañana ya estamos en el hospital preparados para la vacuna. Wayra me acompaña en un momento importante que enseguida echa por tierra un personal sobrepasado. Nos hacen esperar más de una hora y finalmente me inoculan la vacuna de Pfizer. Estoy contento por el hecho de empezar a dejar atrás el terror de contagiarme y pasar por una experiencia que en mi caso puede ser mortal, pero tampoco exagero. Contento y agradecido con los servicios de salud que lo hacen posible a pesar de todo.