Amor y pimienta

"No le dice que, dos años después, sigue poniendo mesa para dos"

Nunca es suficiente tiempo cuando se muere la persona que quieres

Pensamiento de un duelo
4 min

Hay días en que la añoranza puño como si fuera un dolor de muelas. Llega de repente, sin previo aviso, cuando menos se lo espera. Puede ser por un olor, un recuerdo, un objeto que aparece en cualquier rincón de forma inesperada. Y cuando esto ocurre se queda mucho rato allí: dentro de la boca, entre las costillas, en el vientre, detrás de la espalda, en medio de la espina dorsal. Es un dolor agudo, sostenido, que irradia a todos y cada uno de los rincones. Unos minutos. Una hora, tres. Un día. A veces una semana entera. Y cuando el propio cuerpo parece estar a punto de extinguir de tanto dolor insoportable, entonces, poco a poco, el pinchazo hace algo menos de presión, no tanta presión, cada vez un poco menos. Hasta que vuelve a respirar, a mirar, a encontrar cierto sentido a todo lo que le rodea. A encontrar gusto en las cosas que come. A notar el frío o el calor. A oír el ruido de las cosas cuando caen al suelo. A querer realizar planes sencillos. A ser capaz de acostarse y dormirse pensando en otra cosa que no sea ella de una manera tan inmensamente desoladora. Ella.

Hace dos años que murió. Algunos dicen "lleva ya dos años muriendo". Lo dicen con cierta impaciencia como si en el futuro hubiera algún tipo de esperanza. Porque le quieren y querrían verlo mejor. Como si el adverbio fuera a favor del tiempo. Desde antes, no más tarde, de un tiempo determinado del pasado, presente o futuro. Dos años que, al parecer, son la medida para que haya un proceso, una recuperación, un "la vida sigue". El adverbio que se afana por poner distancia objetiva y estudiada (lo dicen los libros, la ciencia, la autoridad competente). Sin embargo, él cada vez la tiene más presente, la necesita más que nunca, se enamora una y otra vez. Nunca es suficiente tiempo cuando se muere la persona que quieres. Las fases del duelo no son concluyentes, sino que vuelven una y otra vez como las ondas del mar. Que a veces vuelven con virulencia. A él le gusta la mala marejada. Aún cree que alguno de esos fuertes oleajes la hará volver a su lado, o mejor aún, le arrastrará a él mar adentro. Con ella.

Hace dos años que murió, tras una enfermedad que arrebató primero su estómago, después su fuerza y ​​finalmente la vida de forma rápida y cruel. Fueron sólo unos meses. Diagnóstico y muerte. Entre un punto y otro, ese tiempo demasiado breve. Un tiempo que llenaron de todas las palabras. Con urgencia. Se acariciaron. Lloraron, se rieron. Nunca dejaron de tener esperanza, de nombrar a todos los martes que vendrían y que serían mejores que lo que dejaban atrás. Se creyeron que podrían cambiar el orden de las cosas, que existían las excepciones, los quizás, los errores. Los milagros. Creyeron en los imposibles, intentando darle la vuelta a su significado. Hace dos años que ella murió.

Esta tarde, dos años después, se ha sentado en su mesa de dibujo. Ha encendido la lámpara articulada que le regaló una Navidad. Allí encima, sus lápices, sus colores, su carboncillo. Todo en el mismo sitio donde lo dejó ella la última vez. También el sacapuntas metálico de hacer punta todavía con restos de grafito y virutas que ha sido incapaz de tirar. A un lado sus libretas y cuadernos, tan bien ordenados, y mira los últimos dibujos que ella había hecho. El trazo, el gesto, la belleza. Ella. En la última página hay un esbozo de él. Lo ha dibujado durmiendo, sentado en una silla. Se reconoce junto a su cama, cuando era ella quien lo velaba y no al revés.

Y la piensa concentrada, con el peso del cuerpo hacia delante. Dibujando, mordiéndose la punta de lengua. Con su cuerpo pequeño dentro del jersey de lana vieja y deshilachado que no quería tirar de ninguna manera porque decía que le conservaba tanto el calor como la inspiración. Él la ve y está convencido de que siente su olor y su piel fina. El tacto, el olor, la vista, el gusto. Todos los sentidos en ella. Entonces ella le mira de reojo y le sonríe por debajo de la nariz, con aquellos surcos pequeños que se le hacen en las mejillas. ¿Qué ocurre? Y él dice que nada, que sólo la mira. Que le gusta mirarla. Pero no se atreve a explicarle que la echa mucho de menos. Que necesita pensarla, imaginarla, encontrarla constantemente en cualquier sitio, en cualquier momento para ahuyentar su ausencia y todos los "jas".

No le dice que, dos años después, sigue poniendo mesa para dos. Que no sale a la hora de plegar las sábanas de uno noventa por dos y que desde hace una eternidad ni las plancha ni las guarda en la cómoda. Que pone siempre los mismos, arrugados, una vez los descuelga del tendedero. No le dice que su lado de la cama nunca está deshecho, que le guarda su espacio donde se enroscaba como una ensaimada con esos pies helados siempre en el centro de todo. No le dice que se toma el café con leche de la mañana con su taza favorita para buscarle, allí donde lo hacía ella, sus labios. No le dice que, en ocasiones, se pone su perfume y hace el amor con cada una de las partículas en suspensión.

No le dice que el "ya" aún no es suficiente, ni anestésico, a pesar de lo que digan. Que prefiere el "todavía" porque todavía quiere decir que todavía está ahí. Todavía estás ahí.

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