BarcelonaPongo el pie en la supermanzana donde vivo con un margen de tiempo razonable para llegar a la mani y me hago cruces de ver lo suficientemente esteladas y camisetas oficiales para desencadenarme un flash-back. No es sólo que haya muchísima más gente de la que esperaba: es el tono. Después de un espectro emocional que ha abarcado desde la de ilusión febril hasta la depresión mal disimulada, jamás habría dicho que este año me encontraría una alegría simple y tranquila. La mayoría impenitente de jubilados se mezcla con un número dignísimo de adolescentes y, aunque el conjunto se ha reducido en términos absolutos, la proporción es indistinguible de la de los grandes días y desmiente un nuevo cliché que dice que esto ya es solo cosa de viejos. El gentío no se puede comparar con el del 2017, claro, pero la sensación es que no hace falta porque ya nos entendemos todos. Yendo hacia la cabecera veo a una familia que sale de un portal y sonríe hacia los manifestantes igual de sorprendidos que yo: ellos también fueron a las grandes Diadas y guardan las camisetas en un cajón, y por más que hoy no se habían planteado ni remotamente la posibilidad de dedicar la tarde a la causa nacional, están contentos de que haya gente que sí. La vida es esto que nos ha pasado con la independencia siempre por los alrededores.
La mejor noticia es que nada da vergüenza ni es rarito: el Once de Septiembre no ha sido folklorizado. La industria de baratijas política en forma de tenderetes de comida nostrada, objetos de recuerdo y vendedores ambulantes de banderas es profesional y eficaz, puro equilibrio entre oferta y demanda. Aparte del tristísimo auge de las empanadas, me llama la atención una barraca que vende "camisetas históricas" y me arrepiento de haber lanzado mi colección multicolor de la campaña de Junts pel Sí. Los cánticos son los de siempre, pero la gente es capaz de entonarlos sin ponerle más pan que queso. "Y, in-de, in-de-pen-den-ci-a" no tiene rival, "Las calles serán siempre nuestras" todavía aguanta, y La estaca funciona y encima no es necesario sufrir por los derechos de autor. Hay críticas a los partidos y pancartas independientes de la organización, pero la manifestación no ha sido secuestrada por radicales enfadosos y, por el mismo precio, se ha relajado la histeria del "ni un papel en el suelo". La atmósfera festiva de siempre continúa, y está bien sin la presión por tener que sonreír compulsivamente.
Durante los parlamentos, Lluís Llach es el más aplaudido, pero no hay tensión ni atención: estar hoy era una cuestión mucho más de forma que de contenido. De todas las consecuencias que perder la mayoría parlamentaria pudo tener sobre la base más movilizada se ha impuesto la más razonable: ni una deserción masiva, ni una recarga mágica de las energías contestatarias para frenar un supuesto apocalipsis españolista. Como suele ocurrir en todas las Diadas, sólo que pares la oreja un poco te encuentras análisis complejos que nada tienen que envidiar a los de ningún articulista. Los manifestantes leen perfectamente el ambiente y ni se hacen ilusiones ni desesperan. Mientras los partidos independentistas tenían el poder y no paraban de decepcionar, la energía se había ido embotellando. Es como si dejar de votar a los partidos a cualquier precio hubiera liberado algo de presión; como si hoy hubiese algo más de margen para la gente.