Esta vez no caeré

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Martarile

Hay dos tipos de personas. Las que en un gimnasio se encuentran como pez en el agua y las que sólo poner un pie tienen ganas de huir. Las primeras terminan convirtiendo la sala de máquinas, los grupos dirigidos y el vestuario en su hogar. Las segundas, después de ir dos veces, ya no vuelven más. Y a menudo pagan las cuotas un año entero pensando que en algún momento se sentirán con la energía y la ilusión suficientes para empezar de nuevo las rutinas físicas. Pero esto nunca ocurre. Los más bregados en el gimnasio aseguran que si te aplicas con disciplina, es el cuerpo el que te acaba pidiendo hacer más ejercicio. En cambio, los voluntariosos que no saben cómo ponerse se pasan los primeros días rezando para ser ungidos con el don de la constancia: “¡Pídemelo! ¡Pídemelo!”, imploran en su cuerpo perezoso y pesado esperando convertirse en deportistas motivados.

La apertura de un gimnasio cerca de casa siempre es un nuevo motivo de tentación. La modernidad de los aparatos de tortura, el buen aspecto de las instalaciones, brillantes y nuevas, y la publicidad que promete todo tipo de facilidades y ventajas hacen pensar al grupo de los incapaces soñadores que esa es una nueva oportunidad para devolverlo a intentar y ponerse en forma. El escaparate majestuoso de máquinas que se ve desde la calle y que parece un hotel de lujo estimula la imaginación de los más vagos. "Como está abierto 24 horas puedo venir cuando no haya nadie", "Con estos tres aparatos yo ya tengo suficiente si soy estricto con las rutinas más sencillas", "Si pido un entrenador personal seguro que me servirá de compromiso para venir dos veces a la semana”. Pero las dudas rebajan sus aspiraciones. "Me inscribiré y al cabo de tres días ya no vendré", "Solamente me falta venir de noche, que es cuando más cansado estoy". Pero la limpieza y elegancia del espacio inducen a pensar que esta vez será distinta a todas las demás. Y llamas al timbre. Desde una recepción de líneas austeras te abren la puerta. Y tímidamente pides información. “Si te parece bien, te enseño las instalaciones, que verás que son espectaculares. Te encantarán”, dice el encargado, vestido como si estuviera a punto de empezar una clase de aeróbic. Nada más penetrar en la sala de máquinas te llega el bocadillo caliente de gimnasio, ese olor que impregna las paredes de todos los gimnasios del mundo. Y la ilusión decrece. En la zona de las clases dirigidas, cuando ves a unos pequeños batallones de personas moviéndose sincronizadamente mientras una profesora da órdenes a gritos, ya sabes que no podrás formar parte de ese equipo de autómatas que dominan una coreografía eterna nunca. Te enseñan una máquina de hidratación para hacer zumos con complementos vitamínicos que nunca necesitarás. Y al llegar a la zona de duchas y vestuarios nada te da más pereza que formar parte de ese circuito de higiene colectiva. A la hora de hablarte de las cuotas comienzan los juegos de manos. Todo parecen ofertas, pero todo tiene contrapartida. “Muchas gracias, ya me lo voy a pensar”, dices antes de despedirte. Y cierras la puerta del gimnasio detrás de ti, no con la aspiración de volver a intentarlo, sino con la fuerza poderosa que allí no te apetece estar. Esta vez no caeré en la utopía. El realismo de la experiencia.

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