El fin de la agonía

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Pere Aragonès y Salvador Illa durante un pleno del Parlament de Catalunya.

Ha tardado en morir una legislatura largamente agónica en la que, curiosamente, fue el independentismo el que trasladó el epicentro de la política catalana a Madrid. De hecho, la legislatura inició su ruptura cuando Junts abandonó el Govern en octubre de 2022. Sólo duró dieciséis meses la ansiada mayoría independentista y los postconvergentes, de la mano de Laura Borràs en la presidencia del Parlament, se van comportar más como oposición que gobierno. Este experimento fallido ha ido acompañado de una disensión cada vez mayor entre los dos grandes grupos del independentismo. Estrategias bastante confrontadas, pero sobre todo profundas enemistades y desconfianzas. Prometer y exigir, como hace Junts, una nueva mayoría independentista resulta engaño sobre engaño. Si ya estaba y no ha funcionado, ¿cómo es posible imaginarla a partir de mayo? Probablemente, el gobierno que venga será transversal, o no será. Aunque Salvador Illa sale el mejor posicionado, es difícil que haga una mayoría de gobierno sólo con los Comunes. Lo más plausible resulta un triunvirato con ERC, pero habrá que ver si les tiemblan las piernas al ser acusados ​​de traidores, algo que suele ocurrirles. La otra opción, poco probable, es que el Partido Popular se abstenga y deje gobernar a las izquierdas.

Si nos atenemos a la demoscopia, la ciudadanía parece querer pasar página. El Proceso está claramente amortizado y, aunque no se sienten señalados, también unos dirigentes cuyo discurso y los conflictos entre ellos bordean el patetismo. Junqueras, Rovira, Puigdemont han llevado al país a la división y para pedrisco y, a estas alturas, si nos atenemos a los hechos, no tienen mucha credibilidad. Puigdemont, al decidir autonombrarse candidato sin encomendarse a nadie, ha dibujado una estrategia de todo o nada. O bien gana, o políticamente él y su espacio están muertos. No parece importarle todo lo que va a barrer. Las pretensiones de recuperar el discurso convergente por parte de algunos han quedado desguazadas. El elector “responsable” busca partidos grandes, quizás menos afines, pero que le pueden aportar estabilidad y seguridad. Al PSC, que Puigdemont marque la campaña del independentismo le hace un favor, puesto que competir con él resulta bastante más cómodo para reforzar el voto socialista. Sin embargo, al día siguiente de las elecciones, el expresidente no es socio aceptable para nadie. Ha matado cualquier posibilidad, por remota que fuese, de construir un experimento de sociovergencia. Su figura, aunque mitificada por algunos, genera mucho rechazo en gran parte del electorado y, especialmente, en toda militancia política que no sea la propia. El espectáculo ya no puede continuar. Todo lo que rodea a su candidatura es pura extravagancia.

Quien convoca las elecciones desde el Govern, se supone, es quien sale mejor posicionado y con más resortes para reclamar la confianza. No parece el caso de Esquerra. Durante buena parte de la legislatura se ha arrastrado con una minoría absoluta, confiando en que le sustentaran los socialistas obligados por los avatares de la política española, pero sin que lo pareciese. La política catalana lleva ya años desafíando todas las leyes de la lógica. Ahora toca berrear contra la irresponsabilidad de los Comunes por no haber aprobado los presupuestos y, en cambio, no se reprocha a Esquerra haber mantenido un simulacro de gobierno sin afrontar los problemas del agua, de la educación, de la sanidad o bien de las infraestructuras. Tampoco el tema de la seguridad en las cárceles. Era quien más necesitaba poder justificar la convocatoria de elecciones, los Comunes sólo han puesto el disparador. La estrategia de ERC en esta campaña radica en recuperar las demandas económicas, el “Madrid nos roba” que tan bien les fue en la agitación hace una docena de años. Pero las contradicciones salen por las costuras. Cuando se ha pedido durante años la ruptura económica y política, volver ahora a un pacto fiscal del que el Estado estaba dispuesto a hablar ya en el 2010, no parece demasiado coherente. Tampoco ayuda a entender la estrategia decir que la próxima legislatura será la del referendo. Es reincidir en propuestas poco probables, pero sobre todo divisorias y excluyentes.

En este punto, y con tanto cansancio y frustración acumulada, se percibe que una parte importante de la ciudadanía quiere pasar página, sin vencedores ni vencidos, esperando que el próximo gobierno haga justamente de eso. Que se vuelvan a tejer amplios acuerdos y consensos, que el país se estabilice y que cuente con un proyecto claro y factible hacia el futuro. Que se afronten los principales problemas, especialmente la recuperación de los malogrados pilares del estado del bienestar, que haya políticas económicas que vayan más allá de depender del turismo y que quien gobierne sea previsible y no nos dé vergüenza. Salvador Illa parece que, de forma suficientemente transversal, da esa confianza. Será necesario que las urnas lo digan, o no. Y habrá que ver qué ocurre al día siguiente en Catalunya, pero también en el frágil gobierno de España.

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