Y ahora Barcelona

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Jaume Collboni y Ada Colau saludándose hace unos días en la plaza Sant Jaume.

1. Memoria. “Vivir más rápido es una forma de gestionar nuestra finitud: si doblamos la velocidad de nuestras experiencias vitales es como si tuviéramos dos vidas”, le decía el sociólogo Hartmut Rosa a Lola Galán en una entrevista en El País. Y es un buen retrato de cierta histeria contemporánea. No estoy seguro de que esta excitación ayude a saborear la existencia. Más bien nos sitúa en una espiral en la que todo ocurre, casi nada es. Y más aún si, como dice el propio Rosa, "la innovación y la velocidad no llevan a una vida mejor porque estamos destruyendo el planeta". Podríamos decir que es la paradoja del ciudadano contemporáneo.

La semana pasada murió Frédéric Edelmann. Periodista, responsable de arquitectura en Le Monde, estuvo muchos años haciendo escapadas a Barcelona, siguiendo las vicisitudes de la transformación liderada por Pasqual Maragall. La lucha contra el sida y la pasión por las ciudades fueron las dos obsesiones que dieron notoriedad a Edelmann. Y Barcelona fue uno de sus terrenos de juego favoritos. Él dio marca a la transformación de la ciudad en los años 80, con la etiqueta "Modelo Barcelona" que se hizo universal: ambición urbanística, consenso social y espacio público, decía. Ese ciclo se diluyó con el fracaso del Fórum de las Culturas, una mala copia de la operación Juegos cuando ya no tocaba. Lo que está claro –y que en parte interpretó el Ayuntamiento de la ciudad durante el mandato de Ada Colau– es que lo que ahora toca es hacer de la ciudad de proporciones humanas un modelo para todos. Y no podemos detenernos.

La memoria de Frédéric Edelmann me lleva a hacer una cierta interpelación a la ciudad. Estamos en un momento crucial: la aceleración destruye el planeta y las ciudades necesitan más que nunca actuar responsablemente como sitio de estancia de los humanos. Pese a los esfuerzos de los comuns, su inexperiencia y las resistencias de clase que generaban no han facilitado lo que debería ser la prioridad del momento: hacer de Barcelona la ciudad de proporciones humanas en las que los ciudadanos se reconocen en su condición.

2. Futuro. Ha habido unas elecciones, hay un nuevo alcalde. Pasan los días y el Ayuntamiento de Barcelona sigue siendo gobernado en solitario por un partido, el PSC, que tiene solo diez concejales. Es hora de sumar. Nadie tiene fuerza para gobernar solo en un ayuntamiento muy plural de representación. Es necesario capitalizar esta diversidad. Y esto no se puede hacer comprando cualquier iniciativa que nos venga de fuera (afortunadamente el cuento de hadas del Hermitage, que nadie quiere recordar, decayó; ahora, con la guerra de Ucrania, se nos caería la cara de vergüenza), ni con la pura inercia del ir tirando, en una ciudad que lo tiene todo para ser referencial.

Pero eso requiere ambición, imaginación y complicidades, reduciendo el espacio de la politiquería miserable, de los liderazgos de pura supervivencia. Y haciendo que Barcelona recupere protagonismo, después de unos años constreñida por el Procés. Esto significa hacer una mayoría dispuesta a avanzar sin complejos respecto a los sectores reaccionarios del independentismo que ven –ojos pequeños– la ciudad como un peligro; afrontar y no negar las emergencias ecológicas; y priorizar a la ciudadanía sobre el espectáculo. Por tanto, contribuir a hacer de cada barrio espacio de convivencia y relación, de una ciudad abierta al mundo, capaz de articularse con el entorno y con sensibilidad por la integración.

El novelista francés Julien Gracq decía que la forma es la fuerza de la ciudad. La forma entendida como una caligrafía propia e irrepetible. El Eixample fue la pauta. Una trama que definía una ciudad abierta y reservada a la vez. Y así tomó forma Barcelona, como suma de pueblos atrapados en una telaraña. La estructura racional del Eixample juntaba los barrios sin penetrar sus espacios retorcidos en los que habitaban las sorpresas y emergían las revueltas. Barcelona no puede quedarse en segundo plano. No hay sitio para quien quiera encomendarse a la desidia de la inercia burocrática, para sobrevivir políticamente. Tiene que arrancar una nueva etapa. Expandiendo la ciudad de condiciones humanas y frenando a todos aquellos que la quieran hacer suya por la vía de la penetración incontrolada del dinero o de la fragmentación, en unos momentos en los que el miedo domina la escena pública en toda Europa y deja vía libre a las obsesiones autoritarias.

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