Hay personas que no quieren jubilarse porque les da miedo encontrarse con las horas que ahora llenan con el trabajo. Otros, en cambio, esperan con ilusión un período en el que tendrán tiempo para dedicarse plenamente a lo que más les gusta, que también puede ser no hacer nada, o nada de lo que se entiende por productivo. No hace falta que el trabajo que haces te desagrade, pero puedes tener ganas de dejar de hacerlo. Te pueden echar, eso también, con mayor o menor razón. Entonces debes adaptarte a un cambio involuntario. A mí siempre me han impresionado las personas que han trabajado toda la vida en la misma empresa, pero entiendo perfectamente que la naturaleza de cada uno nos determina cambiar más o menos nuestro trabajo y nuestra vida. Esto en caso de que se pueda elegir, obviamente. Cuento que hay personas con menos oportunidades que pueden tener muchos deseos pero muy pocas opciones. En este mundo nuestro del Sueño Americano, no todo el mundo parte de la misma línea de salida y el sueño se queda en una pesadilla perpetua.
Los cambios nos impresionan o nos estimulan. O ambas cosas a la vez. Incluso cuando nos animan está el vértigo de afrontar un nuevo reto. En cualquier ámbito de nuestra vida, las novedades suponen un trasiego y no tienen por qué traer necesariamente nada bueno. No voy a ser yo quien diga la frase detestable de “crisis significa oportunidad”, pero también pueden desatascar un momento difícil o una situación insostenible. Antes de que todo haga un pedo como una bellota, hay movimientos que podrían hacerlo más aceptable, e incluso comprensible, pero a menudo hay quien espera que caiga para recoger los trozos y, encima, jactarse de la quebradiza, como si fuera una creación artística. El quebradizo nunca fue una buena idea, por más sagrado que sea el Modernismo. Los imprevistos les afrontamos cómo podemos, como sabemos. Los previstos deberíamos tenerlos algo más presentes, porque siempre acaban repercutiendo sobre otro. Y porque la improvisación es un ejercicio muy divertido, pero en la esfera pública, especialmente, hace poca gracia. Claro que a veces es más ofensivo haberlo pensado mal.
Que no somos imprescindibles deberíamos meternos un poco más en la cabeza, lo que no impide que pensemos que servimos por lo que hacemos, si es que servimos por lo que hacemos. Pero, insisto, no siempre debemos hacer lo que hacemos y, menos aún, cuando lo hacemos mal. Es recomendable, en general, escuchar lo que nos dicen las personas que nos quieren, si es que estamos dispuestas a escuchar lo que nos dicen o si las personas están dispuestas a decirlo, que ya son muchos supuestos. Si alguien nos quiere bien, si alguien nos ama, se alejará de las adulaciones para ayudarnos a analizar la situación, la que sea, más fríamente de lo que somos capaces. Aquí nuestro grado de susceptibilidad jugará un papel fundamental. Hemos visto, en demasiadas ocasiones, a personas con cargos de responsabilidad, públicos y privados, que no quieren ser criticadas bajo ningún concepto, convencidas de que su idea es la buena y el problema es que los demás no la entienden. Si explicas un chiste y no hace gracia a nadie, dudo que la broma no se haya entendido, sino que, sencillamente, no hacía reír. Debe escribirse, pues, otro chiste.
El juego de las sillas es una de mis pesadillas recurrentes. Correr desesperadamente hasta que un toque de silbato te pide sentarte a la que queda libre. Hay más personas que sillas. Si no has encontrado la tuya, te echan. No es agradable sufrir por quedarte sin silla o por ser expulsada del juego. Pero es muy triste ver quién ni siquiera es capaz de levantarse.