02/08/2021
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Este 3 de agosto se cumple un año desde que Juan Carlos I abandonó el país para refugiarse en los Emiratos Árabes. ¿El motivo? La sarta de presuntos escándalos que ya hace tiempos que salpican al rey emérito aunque no se le haya imputado formalmente. El rey Felipe VI ha intentado desmarcarse de su padre en varias ocasiones, tal como tuvo que hacer con su cuñado Iñaki Urdangarin cuando fue imputado —y más tarde, condenado— por el caso Nóos. 

A menudo se destaca el papel conciliador de Juan Carlos I en el marco de la Transición, si bien la transición más meritoria que quizás haya que atribuir al rey emérito es la que ha gestionado en propia piel: no en balde, el padre de Felipe VI ha sabido transitar por épocas precarias y mentalidades volátiles; por corrientes ahora críticas, ahora favorables; e incluso ha conseguido que, durante unas cuantas décadas, la ciudadanía menos monárquica haya comprado la retórica del rey campechano, llano, cercano, entrañable, que no hace daño a nadie, que apenas tiene un papel representativo, que lo hace tan bien o tan mal como cualquier otro político, y es que de políticos torpes, inútiles o corruptos también hay, hombre, ¿o no?

Y, aun así, pienso que el debate sobre la monarquía no tendría que depender nunca de la simpatía o antipatía que despierten Felipe VI , Juan Carlos I o la princesa Leonor, ni tampoco de si la reina Letizia o las infantas nos caen bien. De hecho, creo que ninguna discusión sobre la monarquía tendrá solidez mientras se base exclusivamente en las actuaciones de la familia real: lo que fundamentalmente haría falta que nos preguntáramos, en cambio, es si, al margen de cuestiones subjetivas, es aceptable que, en pleno siglo XXI, una figura tan importante como la del jefe de estado no sea elegida periódicamente por votación directa de sus ciudadanos. Así de sencillo.

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