Aragonès, historiador en jefe

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Pere Aragonès a los pasillos del Parlamento .

“Soy Barack Obama. Acabo de leer Team of rivals y nos tenemos que ver”. Cuando colgó el teléfono, la historiadora Doris Kearns Goodwin a penas tenía referencias de aquel joven senador de Illinois que competía en las primarias demócratas para ser el candidato a la presidencia de los Estados Unidos. Era la primavera del 2008 y su retrato de mil páginas sobre la presidencia de Abraham Lincoln y los hombres que conformaban su gabinete entre 1861 y 1865, publicado tres años antes, ya se había convertido en una obra de referencia.

Team of rivals, que narra cómo Lincoln incorporó al ejecutivo a algunos de sus máximos oponentes dentro del partido considerando que eran los mejores en sus áreas, pronto se convirtió en el libro de cabecera de Obama. Cuando en enero del 2009 fue investido presidente, el ejemplo le sirvió para justificar el nombramiento de su rival Hillary Clinton como secretaria de Estado.

Llegado a la Casa Blanca, Obama –uno de los presidentes norteamericanos más interesados en la historia de sus predecesores– estableció reuniones periódicas con una decena de historiadores. El objeto, hablar de los presidentes que habían biografiado y sacar ideas que le sirvieran para afrontar la política del momento. Al margen de Kearns eran habituales, por ejemplo, Robert Dallek, autor de la excelente biografía de John F. Kennedy An unfinished life; Robert Caro, especialista en Lyndon B. Johnson; o Henry W. Brands y Michael Beschloss, conocedores, entre otros, de Franklin D. Roosevelt.

Muchos presidentes, tanto da si de los Estados Unidos o de Catalunya, interpretan el pasado para modelar el presente. Haciéndolo, inciden en la ciudadanía arrojando luz sobre unos hechos y oscureciendo otros y la instruyen sobre aquello que su país es o ha sido. En el año 2019 los profesores Seth Cotlar y Richard J. Ellis, de la Willamette University de Oregon, publicaron Historian in Chief. Un título que es un juego de palabras a partir del hecho de que el presidente norteamericano es a la vez comandante en jefe de las fuerzas armadas. El volumen analiza el uso que George Washington, Woodrow Wilson o Ronald Reagan, entre otros, hicieron del pasado, qué lecciones sacaron y en qué medida lo tergiversaron para aprovecharse de él. Cotlar y Ellis proponen que a los presidentes se les juzgue también por la veracidad de la historia que explican.

En Catalunya se podría hacer también un ensayo similar, porque los presidentes de la Generalitat han tenido un interés notable en sus predecesores, a pesar de que su número todavía sea limitado. Quim Torra intentó revivir la Catalunya imposible de los años treinta, Jordi Pujol quería inspirarse en Enric Prat de la Riba, y Artur Mas afirmó que se quería ver como una mezcla de este último y de Francesc Macià. Pero más allá de las pretensiones de cada cual habría que ver con qué profundidad los conocían, qué sacaron de ellos y, en caso de hacerlo, cómo lo aplicaron.

El abril de 1999, por ejemplo, Pasqual Maragall pasó unos días en el Arxiu de Poblet y, mientras organizaba Ciutadans pel Canvi, se inspiró en el pensamiento de Josep Tarradellas para hacer su propia síntesis: “1) Los catalanes tenemos que definir por nosotros mismos nuestro proyecto de país, 2) Nuestros males provienen tanto o más de nuestros propios errores como de la acción otros, 3) España es una realidad de la cual formamos parte y que merece un gran respeto y 4) Los catalanes tienen que unirse en todas las cuestiones decisivas”.

A partir de ahora el presidente Pere Aragonès empezará también, como nuevo historiador en jefe de Catalunya, a escoger y descartar referentes, a iluminar y a oscurecer episodios del pasado en los gestos, en las visitas, en la acción de gobierno y en los discursos. De entrada podría inspirarse en Lincoln o Prat de la Riba, en nuestro caso, y asignar las carteras que dependan de ERC a profesionales preparados –sean militantes o no– que contribuyan, durante dos o cuatro años, a hacer que Catalunya dé un salto adelante. Y animar a Junts a hacer lo mismo.

A caballo de los años 1979 y 1980 los consejeros de Gobernación del gobierno de unidad, Manuel Ortínez y Josep M. Bricall, intentaron convertir la Escuela de Administración Pública de Catalunya en un tipo de École Nationale d'Administration (ENA) para modelar enarcas catalanes y abastecer la Generalitat de cuadros preparados. No lo lograron y con los gobiernos Pujol la idea decayó. A falta de esto, tampoco ayuda el recambio masivo de altos cargos a cada legislatura, pero si los que se ponen tienen méritos y conocimientos previos del área, hay mucho ganado.

“El ministro puede ser un asno —dice Ortínez en sus memorias—, pero si lo son el ministro y el subsecretario a la vez, el resultado es necesariamente fatal para el funcionamiento del país”. Es una lección de la historia para aprovechar. Pronto saldrían otras. El presidente Aragonès podría inspirarse también en las reuniones con historiadores que hacía Obama. No solo con los proclives a su ideario, sino de todo tipo. Y escucharlos. Hay caminos que ya hemos seguido, por los cuales no hay que volver a pasar.

Joan Esculies es escritor e historiador

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