Hace pocas semanas apareció un sondeo del CIS en el que un 55% de los españoles declaraba que "se ha ido demasiado lejos" en el traspaso de competencias a las autonomías, y se mostraba a favor de "un estado central más fuerte". Ni que decir tiene que si sacáramos de la encuesta a los ciudadanos de Catalunya, el País Vasco y Navarra, el resultado sería bastante más contundente. Y cabe suponer que la desastrosa gestión de la Generalitat Valenciana en la catástrofe de la DANA ha dado más argumentos a los partidarios de la recentralización. Hasta ahora, los detractores del estado autonómico esgrimían argumentos patrióticos (debilitamiento de la identidad nacional, riesgo de separatismo). Ahora, además, han aprendido a utilizar razones menos pasionales, como la eficacia administrativa, el ahorro y la necesidad de coordinar esfuerzos frente a los retos globales.
Esto quiere decir que ya no hace falta ser de extrema derecha para atacar el estado de las autonomías. Si el PP, o incluso el PSOE, decidieran que hay que frenar o incluso revertir la descentralización, se encontrarían con una opinión favorable, o al menos receptiva. Lo que ocurre es que, en los últimos 40 años, tanto los unos como los otros han tenido que pactar con los nacionalistas vascos y catalanes para hacer mayoría, y eso les ha impedido caer en la tentación. Pero eso no tiene por qué durar siempre. De hecho, si en 2019 Albert Rivera hubiera aceptado negociar la investidura con Pedro Sánchez, el papel de catalanes y vascos habría sido irrelevante, y quién sabe si Ciudadanos (que en ese momento tenía 57 diputados y era tercera fuerza) se habría consolidado como partido bisagra. ¿Qué habría pasado con el estado autonómico en esta inquietante distopía?
El nuevo modelo territorial ya estuvo en peligro poco después de nacer, en 1981. En una victoria post mortem de los golpistas del 23-F, PSOE y UCD pactaron la Loapa, una ley que pretendía igualar por abajo y restringir el poder autonómico (y que el PSC de Raimon Obiols se comió con patatas). Pero el Tribunal Constitucional, ay, la frenó. Cuando sacas la pasta dentífrica del tubo, no puedes volver a meterla dentro. Por lo tanto: quien ahora quiera tirar atrás en el tiempo ya sabe que la única vía segura es la reforma de la carta magna. Si PP y PSOE lo quisieran, no habría quien los detuviera. Pero para que al PSOE le convenga, debería dejar de necesitar a sus aliados periféricos. Y esto solo puede ocurrir con una ley electoral ad hoc (como la que reclamaba, precisamente, Albert Rivera). Es un camino incierto; y en cualquier caso el PSOE no puede poner en riesgo su posición en Catalunya.
Quizás ahora parece que me preocupa mucho la vigencia del estado autonómico, pero nada más lejos de la realidad. Creo, como Tarradellas, que una España con 17 banderas, 17 himnos y 17 Parlamentos es una estupidez, un intento banal de diluir los hechos diferenciales vasco y catalán, hecho sin ganas y sin método, convertido en una subasta continua (“que vengan a por alpiste”, como decía Alfonso Guerra), y una tensión territorial que no llega ni a sainete, pero que al Estado le sirve para entretener al personal mientras hace de repartidora.
Quienes crean que la independencia no es viable, y que la solución para Catalunya es una España plenamente plurinacional, donde Catalunya tenga un estatus diferenciado, deben tener presente que esto no es posible con la actual Constitución. Y que si, por algún tipo de milagro, existe reforma constitucional, es más fácil que vaya en dirección contraria; es decir, devolviendo poderes a la administración central. Y esto vale tanto para La Rioja como para Catalunya, porque, como es sabido, el café será para todos o no será.