Ni el artista búlgaro Christo, aficionado a envolver grandes estructuras y a operar sobre espacios públicos, habría imaginado intervenir en la ciudad de Barcelona como lo hicieron los campesinos el pasado miércoles. Era impactante, en Passeig de Gràcia, ir encontrando, primero en la Gran Via, después en Aragó y finalmente en la Diagonal, cientos de tractores –muchos de ellos de factura tecnológica y dimensiones impactantes– aparcados ordenadamente en el centro de la calzada. A las ocho de la tarde, con las principales calles cortadas, el silencio iba creciendo, y mucha gente caminaba mirando con fascinación aquella inesperada ocupación de unos espacios generalmente reservados a la ruidosa circulación. Un guiño con un punto artístico: estructuras potentes con ruedas enormes, en respetuosa quietud, abandonadas por un rato por sus conductores, que habían ido a llamar a la puerta de Palau. Y los ciudadanos mirándolo seducidos por la brusca transformación del escenario, sin que se viera la mano del artista. Bon cop de falç.
Poco a poco empezaron a llegar los tractoristas, algunos aprovecharon para reponer fuerzas: comer y beber, que ya tocaba, un picnic urbano. El espectáculo, que habrá incorporado una nueva experiencia en el imaginario de la ciudad, transmitía una peculiar sensación de naturalidad. No había sido un asalto, había sido una ocupación convenida con la que los servicios de orden y seguridad colaboraron debidamente. Resultado: el malestar del campo tiene un icono que fortifica la imagen del campesinado y las instituciones dan un ejemplo de respeto.
El hecho es que lo que ocurrió el miércoles en Barcelona contrasta con lo visto en el resto del Estado, donde el ruido de los tractoristas ya se ha trasladado a las guerras del Congreso y ahora mismo ya tenemos a Abascal, autoerigido en portavoz de los manifestantes, intentando capitalizar las movilizaciones, con Feijóo como siempre enganchándose a toda prisa a la estela de Vox y aprovechando la circunstancia para apostar a la demagogia del negacionismo climático.
No sé cómo acabará todo: hay lógicas comerciales del capitalismo globalizado que hacen muy difíciles las atenciones que los agricultores piden. Y, al mismo tiempo, las derechas europeas que apuestan por la radicalización han hallado un espacio para hacer ruido e intentar ganar adeptos a su causa. Sin embargo, ver a los ciudadanos barceloneses mirando ese espectáculo insólito en un ambiente de calma transmite un reconocimiento de los afectados que debería ser exigible a todas las partes. No será la melancolía la que resuelva la situación. Y mejor empezar hablando, antes de que se imponga la demagogia de quienes solo quieren capitalizar el malestar.