Siempre los mismos clavados en la cruz

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Distribución de comida a desplazados palestinos en la ciudad de Rafah, en la franja de Gaza.

Quienes nacimos con un aparato de televisión en casa hemos tenido una educación informativa audiovisual y estamos acostumbrados a las raciones explícitas de sangre e hígado que sirven a la hora de cenar. Al final, pasan el trapo de los deportes y el tiempo y la pantalla queda limpia de las salpicaduras de carne y metralla, hasta el día siguiente. No es que nos hayamos convertido en espectadores sin piedad, pero hemos desarrollado una alta tolerancia a la contemplación de calvarios. Nos hemos acostumbrado a ver a los crucificados del mundo. En cambio, a las generaciones que compraron el primer televisor y que hasta entonces habían tenido que consumir las noticias leídas o escuchadas, las imágenes de la guerra o del hambre se les hacían especialmente insoportables: “Apaga esto, que me va a amargar la cena”.

En un recuento nada exhaustivo, a esa hora hemos visto morir de hambre o bajo las bombas a familias de Biafra, Vietnam, Camboya, Bangladesh, Angola, Etiopía, Libia, Salvador, Ruanda, Kurdistán, Darfur, Yemen, Bosnia, Kosovo, Afganistán, Irak, Siria y ahora las de Ucrania y Gaza. Siempre son los mismos llantos, las mismas miradas perdidas, los mismos vientres hinchados, los empujones para ponerse una papilla en el plato, las heridas abiertas, los escombros de lo que antes eran casas, la madre desolada con un hijo muerto en brazos. A estas alturas de la historia, por más alto que tengamos el umbral de compasión por el dolor ajeno, ver que en este mundo siempre hay alguien condenado a morir clavado en la misma cruz da una vergüenza insoportable.

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