Permítaseme la trampa verbal, pero es que creo que puede servir para abrir aún más los ojos en el debate actual sobre el uso público del velo islámico. Los partidos de izquierdas consideran que un estado aconfesional debería dar libertad a todo el mundo para vestir como quiera, sea con connotaciones religiosas o no, mientras que el resto de partidos invocan que precisamente la aconfesionalidad debería liberar a las mujeres (y especialmente a las niñas) de llevar el velo, o bien protegerlas de una tradición patriarcal que les impone una vestimenta señaladora y humillante. Ambas posiciones hablan de la aconfesionalidad como base de sus argumentos, aunque la extrema derecha remarque la protección de la tradición cristiana o católica. Pero lo que se nos escapa a menudo es que sí vivimos en una sociedad confesional. Mucho más de lo que pensamos. No es exactamente una religión, pero sí es un dogma. Una serie de principios innegables. Casi una fe.
Desde la Declaración de los Derechos Humanos de 1948 (o incluso desde 1789) vivimos en una creencia, muy cercana al conocimiento o al saber, de la existencia de unos valores supremos. Unos Mandamientos de la Ley del Hombre, y de la Mujer, que es donde debería encontrarse la solución a muchos de los dilemas políticos y sociales. Estos derechos, cabe decirlo, no existen: no son ciencia, no son demostrables, no tienen una base empírica porque justamente la historia nos demostraría que no han sido ley universal desde el principio de los tiempos (ni lo son, todavía, en muchos países). No son, por lo tanto, un hecho: son una creencia. Decidimos creer en ello, convertirlo en convención, en ley invulnerable. Entonces el debate se vehicula en la contraposición entre dos formas de ejercer el mismo derecho. Es el derecho a vestir como quieras contra el derecho a vestir como quieras, para entendernos: el derecho a mostrar tu tradición, cultura o religión si te da la gana versus el derecho a no tener que mostrarla en un contexto en el que para los hombres nunca, nunca, hay código. La primera versión marca las diferencias (y esto podría ser enriquecedor, coloreado, diverso); la segunda tiende a igualar (para garantizar un crecimiento en igualdad de condiciones). Yo creo que en la escuela, al menos, debería predominar la segunda.
Precisamente las escuelas privadas o concertadas que tenían (o tienen) la tradición de uniformar a los estudiantes lo hacían (o lo hacen) en nombre de la igualdad. Uniformizar, hacer que todo el mundo se sienta igual, sin marcar diferencias sociales ni textiles. A mí el extremo del uniforme no me gusta, pero la uniformización de los límites sí. Y creo que la respuesta al uso del velo en la escuela no debe basarse en la confesionalidad cristiana, ni en la tradición católica o la identidad carolingia, sino en la confesionalidad de los valores occidentales o lo que llamamos los derechos conquistados desde la Revolución Francesa. Si esto es más difícil de regular en cuanto a los mayores de edad, creo que en la escuela sí se puede incidir de modo que la diferencia, cuando existe, no sea una diferencia demasiado alejada del principio de igualdad entre hombre y mujer. De ese primer o segundo o tercer mandamiento. De ese dogma que, en nuestro país, no puede ni debe discutirse bajo el pretexto de ninguna tradición. No a aquellas edades, no cuando una niña debe poder hacer vida de niña y no de estandarte. De ningún tipo.
En cuanto a los adultos, la libertad de elección tiene una expresión diferente y hay que confiar en la libertad de elección de cada uno. O bien garantizarla, es decir, evitar comportamientos sumisos y acompañar a aquellos que lo sean a través de la formación o la ayuda. Pero incluso aquí topamos con unos límites que vuelven a poner en discusión nuestra confesión: ¿un burka, o un burkini, son un exceso intolerable contra los principios de igualdad entre géneros? Yo tiendo a pensar que sí. El respeto por la tradición y la cultura, que también debería ser sagrado, creo que en este caso baja algunos peldaños por debajo del derecho a vivir en una sociedad igualitaria y respetuosa con la mujer, como ya nos ocurrió con el debate sobre los toros, donde el argumento de la tradición y la libertad individual pesaba mucho, pero en el que acabaron imponiéndose, por razones modernas, de razones también culturales, los principios de dignidad del animal y de decencia en los espectáculos. No es que no exista el derecho fundamental a vestirse como se quiera, es que hay vestimentas que indican una desigualdad innegable. Y excesiva. Y a las que el Corán, además, ni siquiera obliga.