Cómo descubrimos eso que llamamos 'gastronomía'

01. El interior del restaurante Via Veneto. 02. Josep Monje y Pere Monje, propietarios del restaurante. 03. Richard Nixon entrando en el Via Veneto. 04. Salvador Dalí era un cliente habitual del restaurante.
27/12/2025
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Quizá no sean estas fechas, tan propensas a la comilona y la digestión pesada, las más adecuadas para hablar de esto. Pero algún día hay que hacerlo. Me refiero a la buena comida y a unas cuantas personas que nos enseñaron a apreciarla. En un país que había pasado mucha hambre, y en el que frecuentar restaurantes era cosa de privilegiados, hace medio siglo empezó a popularizarse la palabra gastronomía para definir un asunto del que no sabíamos nada.

Por supuesto, en muchas casas se comía bien durante las fiestas. Y para las celebraciones especiales siempre estaba Les Set Portes. Si nos centramos en Barcelona, o en el conjunto de Catalunya, no hay mucho más que decir de una larga época que comenzó con la miseria de 1939 y duró, al menos, hasta el Plan de estabilización económica de 1959.

Hubo algunas excepciones: el restaurante Reno (Tuset con Travessera), inaugurado en 1954 como restaurante de lujo reservado para la alta burguesía franquista, y los artículos sobre comida que Josep Pla y Nèstor Luján publicaban en Destino. En mi opinión, lo que luego llamaríamos “cultura gastronómica catalana” nació el día en que Pla definió el rape como “un pescado de gran profesionalidad”. Lo que ahora es tan frecuente comenzó con los artículos de estos dos personajes.

Conocí (muy poco) a Josep Pla, lo suficiente como para comprobar que le gustaba comer, preferiblemente de gorra. También conocí (un poco más) a Néstor Luján, cuando ya trabajaba en La Vanguardia y, en lo tocante a comida y bebida, su palabra era ley. Dada su condición ecuménica, procuraba ocultar que no le gustaba el pescado. Detrás de Luján aparecieron Carmen Casas, Luis Bettonica, Llorenç Torrado. Y Manuel Vázquez Montalbán, que era otra cosa.

En cualquier caso, hasta entrados los años 80, no hubo crítica de restaurantes, porque apenas había restaurantes que la merecieran, ni más escritores gastronómicos que los mencionados. Y los dos templos del mantel de lujo, el ya mencionado Reno y Via Veneto (desde 1967), se dedicaban mayormente a la cocina francesa. Como El Bulli de Cala Montjoi, que gracias al cocinero Jean-Louis Neichel (Ferran Adrià aún iba a la escuela) pasó de chiringuito a estrellado Michelin. Era casi un acontecimiento contracultural descubrir, en el antiguo Gaig de Horta, o en el Agut d'Avignon, o en el Hispània de Arenys, que se podía comer muy bien en catalán.

Conocí exhaustivamente estos restaurantes cuando ya había pasado la moda francesa (salvo en el irreductible Raco d'en Binu de Argentona) y había amainado el furor por la nueva cocina vasca. En Barcelona, y en toda Cataluña, se empezaba a comer en serio. Digo que los conocí exhaustivamente porque desde principios de los 80 me sentaba a la mesa de Reno y Via Veneto dos o tres veces por semana. Yo no entendía nada de gastronomía, pero me dedicaba al periodismo económico. Y las empresas invitaban. Había que comer mucha langosta para llevar los garbanzos a casa.

De alguna forma, me habitué a relacionar las comidas extraordinarias con las quiebras, las suspensiones de pagos y los despidos masivos. Cuando la empresa en cuestión te convocaba a un restaurante de lujo y se servía un menú discreto, era de esperar que se anunciara una cuenta de resultados aceptable. Cuando el empresario te instaba a elegir entre los platos de la carta, y te sugería el más caro, podías dar por seguro que iba a intentar convencerte de que su descalabro financiero no era tan grave como parecía.

El caso más flagrante, en ese sentido, no lo viví en Barcelona, sino en Davos, que por entonces era una reunión plutocrática con relativamente pocos asistentes. La Banca Morgan estaba en crisis. Como es lógico, invitó a la prensa a una cena consistente en montañas del mejor caviar. No exagero cuando hablo de montañas.

Volviendo a la cuestión gastronómica, fue fascinante asistir desde lejos (empecé a vivir en el extranjero en 1990) a la gran transformación de los gustos culinarios catalanes. Hay que ser consciente de que aquí todo se había vivido con retraso: no descubrimos la hamburguesa hasta los 70, con la cadena Wimpy’s, y algo similar ocurrió con la pizza.

Pero una vez ingresados en la Comunidad Económica Europea, las cosas se aceleraron y, de repente, los cocineros se convirtieron en estrellas del rock. Volvías un verano y todo el mundo hablaba del sushi. Al verano siguiente, los amigos te contaban cómo hacer una carbonara en condiciones. Y un año después, si no habías ido al Bulli y no decías maravillas de Ferran Adrià y sus esferificaciones, no eras nadie. Lo que pasa ahora ya lo saben.

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